El soldado filipino (Primera parte)

EL SOLDADO FILIPINO. UN CASO DE OVNIS FANTASMAS Y APARECIDOS

Fue Morris Karl Jessup, un astrónomo profesor de las universidades de Michigan y Drake, el primero en mencionar el caso en relación con los OVNIs. Su libro The Case for the UFO, publicado en los Estados Unidos en 1955 y en México en 1956 recoge la leyenda escrita por Luis González Obregón. Para Jessup el caso es más que una leyenda: una realidad relacionada con los secuestros que llevan a cabo los tripulantes de los platos voladores. Jessup escribe en el segundo capítulo de la Tercera Parte de su libro:

«¿Teletransporte o secuestros?

Con motivo de deleite, nada se compara con la intriga de los incontables informes, verificados, de translaciones extrañas e instantáneas de personas, desde un lugar a otro, a distancias de muchos kilómetros.

En servicio de nuestros fines, debemos buscar una vez más la selectividad, y si es posible, alguna indicación de motivo. Puede ser que adscribamos esos fenómenos a caprichos de los habitantes del espacio. Por otra parte puede haber en ello un elemento de error involucrado. O quizá por razones inexplicables, los OVNIs escogen los objetos de su captura o secuestro y luego descubren tardíamente, que su selección no ha sido tan atinada como creían. De lo que hemos ya descubierto sobre la velocidad del movimiento y las bastas áreas que pueden cubrirse, no es del todo desechable pensar que una vez hecho el arrebato y descubierto el error, devolviendo lo secuestrado, los OVNIs han viajado tan grandes distancias, ¡que no pueden calcular la colocación del objeto (o persona) en el mismo espacio relativo! Puede uno preguntarse con certeza: pero si son inteligentes, ¿cómo no se dan cuenta de que no depositan su ex presa en el lugar de donde la tomaron? Puede ser, pero, ¿por qué habrían de preocuparse?

Estos pensamientos deben ser tenidos en cuenta mientras revisamos nuestro primer caso de teletransporte.

En la mañana del 25 de octubre de 1593 «“refiere don Luis González Obregón en «Las Calles de México»- apareció un soldado en la Plaza Mayor de la capital; un soldado vestido con el uniforme del regimiento que en aquellos momentos guardaba la ciudadela amurallada de Manila, en las Filipinas.

A la extraña presencia del soldado, se agregó el rumor de que su Excelencia Gómez Pérez das Mariñas, Gobernador de las Filipinas, había muerto. Un rumor muy precipitado, seguramente, pero que se desparramó por la ciudad como reguero de pólvora.

Intrigados sobre cómo un soldado había podido viajar más de quince mil kilómetros sin ajar siquiera el uniforme, las autoridades decidieron, sin embargo, meterlo en la cárcel como desertor de su regimiento filipino.

Las semanas pasaban y el soldado languidecía en prisión; lentas semanas, necesarias para vencer por barco la distancia entre las Filipinas y Acapulco y luego por mensajero, al través de las altas montañas hasta el Valle de México la distancia entre el mar y la capital»¦

De pronto, la Ciudad de México se estremeció con la noticia. Su excelencia, el Gobernador de Filipinas, había muerto, asesinado por una tripulación china amotinada frente a punta de Azufre, ¡poco después de salir de su isla domiciliar en una expedición militar contra las Molucas! Y más aún, había sido asesinado el mismo día en que el soldado filipino apareció en la Plaza Mayor de la ciudad de México.

El tribunal de la Santa Inquisición se hizo cargo del soldado. Éste no pudo declarar cómo había sido transportado de Manila a México. Dijo solamente que todo había sido hecho «en menos de lo que canta un gallo». Tampoco pudo decir cómo había sucedido que la ciudad de México se enterara de la muerte del Gobernador, aún antes de que lo supiera la propia ciudad de Manila.

Por orden del Santo Tribunal, el soldado fue regresado a Filipinas para posteriores investigaciones en el sonado caso. Testigos irrefutables salieron en su defensa, para jurar que el soldado había estado en servicio en la isla capital la noche del 24 de octubre, de la propia manera que quedaba probado que la mañana siguiente había sido aprehendido en la Plaza Mayor de México, a más de quince mil kilómetros de distancia.

¿Una leyenda? No, de acuerdo con los registros de los cronistas de la Orden de San Agustín y la Orden de Santo Domingo; tampoco de acuerdo con el doctor Antonio de Morga, alto magistrado de justicia en la Corte de los Criminal, de la Real Audiencia de la Nueva España, en sus «Sucesos de las Islas Filipinas».

El caso de este peripatético soldado, es uno de los que podemos ligar por ambos cabos al eje del teletransporte, si éste realmente existe. Podemos hallar desapariciones y apariciones inexplicables; pero de las que tenemos a mano, ninguna como ésta. Y parece que hay también muchas desapariciones discutibles. ¿Pero qué vamos a hacer con el caso de las apariciones? A mí me parece que hay en ellas una especie de segundo orden fenoménico, a menos de que puedan ser conectadas de alguna manera con sus correspondientes desapariciones en algún lugar. ¿Debemos admitir la posibilidad de secuestros por parte de los OVNIs?

EL PRIMER CRONISTA

Pero ¿qué había de verdad en lo publicado por el ufólogo americano? Ciertamente, algo.

Jessup había tomado la historia del escritor e historiador mexicano Luis González Obregón, quien había cultivado el género literario llamado «la tradición», iniciado por el peruano Ricardo Palma en 1872. La Tradición era una mezcla de verdad y de fantasía, de realidad histórica y de ficción novelesca. El género fue desarrollado en México por Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio, Juan de Dios Peza y el propio González Obregón.

José Luis Martínez nos explica, refiriéndose a González Obregón, que «Cuando relata la historia de la calle de Puente de Alvarado rechaza la leyenda del «salto» del conquistador y pone en su lugar los hechos que narran las crónicas antiguas y que son más fascinantes que la leyenda. La historia de amor de la hermana de los Ávila y las audacias de la Monja Alférez provienen de testimonios históricos. Y cuando González Obregón cuenta que los ángeles conducen a la horca a don Juan Manuel, o los lúgubres gemidos de La Llorona que atemorizaba la ciudad, o el viaje que emprende la Mulata de Córdoba en el navío que ha dibujado en la cárcel de la Inquisición queda explicito que recoge hermosas leyendas y tradiciones».

Luis González Obregón nació en la ciudad de Guanajuato, Gto., el 25 de agosto del año de 1865. Era bajito y muy delgado, de hombros encorvados y largos y espesos bigotes.

Poco se sabe de su infancia. Al cumplir dos años, sus padres abandonaron Guanajuato para ir a residir a la ciudad de México. Sus biógrafos mencionan su ingreso en la Escuela Nacional Preparatoria de la ciudad de México en 1880, en donde conocería a Ezequiel Chávez y Ángel del Campo que serían el núcleo del llamado Liceo Mexicano Científico y Literario, fundado en 1885, y al que luego se unirían Luis G. Urbina, Toribio Esquivel Obregón y Francisco A. de Icaza. El Liceo subsistiría hasta 1894.

Entre sus maestros de la preparatoria se puede destacar a don Ignacio Manuel Altamirano, miembro de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y uno de los héroes de la Reforma, quien tenía la cátedra de Historia de México. Altamirano influyó en la vocación de González Obregón impulsándolo en su carrera de historiador. Es por eso que sus primeros trabajos estuvieron dedicados a la Reforma y a la vida prehispánica, pero pronto se dedicaría a un trabajo de reconstrucción de la vida virreinal en la Nueva España, reuniendo antecedentes del movimiento independentista.

Colaboró en diversos semanarios y periódicos, pero sobre todo en El Nacional, en donde tenía una columna semanal dedicada a reconstruir el pasado anecdótico de la ciudad de México. Su primer libro Una posada, se publicó en 1886. Se trata de una recopilación de sus artículos en El Nacional a los que se añadieron prólogos para obras de amigos y compañeros suyos. De la misma forma nació México Viejo (1521-1821), en 1891.

Uno de sus biógrafos, Alberto María Carreño, contabilizó doscientos nueve títulos, entre libros, folletos, artículos, notas biográficas, prólogos y compilaciones. Entre los más importantes se encuentran: Don José Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador Mexicano (1888); Breve noticia de los novelistas mexicanos en el siglo XIX (1889); Reseña histórica de las obras del desagüe del valle de México (1902); Los Precursores de la Independencia mexicana en el Siglo XVI (1906); El capitán Bernal Díaz del Castillo, conquistador y cronista de Nueva España, biografía (1907); Don José Fernando Ramírez, datos biográficos (1907); Don Justo Sierra, historiador (1907), Don Guillén de Lampart, La Inquisición y la Independencia en el Siglo XVII (1908); Fray Melchor de Talamantes, Biografía y escritos póstumos (1908); México Viejo y anecdótico (1909); La Biblioteca Nacional de México (1910); La Vida en México en 1810 (1911); Cuauhtémoc (1914); Croniquillas de la Nueva España; Vetusteces (1917); Cronistas e historiadores (1936); y Novelistas mexicanos.

Pero sus obras más leídas fueron México viejo, Vetusteces y Las calles de México (1922), que lo colocarían entre uno de los principales historiadores de su tiempo. Las Calles de México es una continuación de México viejo al que añadió otras leyendas y tradiciones más antiguas.

En 1886 se le nombra director de El Liceo Mexicano, periódico científico y literario, órgano de la Sociedad del mismo nombre, cargo que ocuparía hasta 1892. También fue secretario de la misma sociedad. Ocupó el cargo de Jefe del Departamento de Historia en el antiguo Museo Nacional hasta el año de 1910. En 1911 fue designado director de la Comisión Reorganizadora del Archivo General de la Nación y posteriormente director de la misma, cargo que desempeñó hasta 1917. A partir de entonces fungió como Jefe de Historiadores, cargo que ocupó hasta muy cercana su muerte.

González Obregón ingresó a la Academia Mexicana el 26 de julio de 1914 y ocupó la silla número XI. El mismo año de 1914 fue designado Bibliotecario, por lo que tuvo la oportunidad de escribir la historia de la Biblioteca Nacional. Laboró en el Museo Nacional de Antropología e Historia y tuvo bajo su responsabilidad las publicaciones de la Biblioteca Nacional. Fue nombrado cronista vitalicio de capital mexicana.

De precaria salud, sufrió varias afecciones crónicas que lo llevaron a la vejez prematura, pero su principal desgracia consistió en la miopía progresiva, que durante los últimos años de su vida terminó en ceguera casi completa. Fue un duro golpe para un hombre cuyo quehacer cotidiano era investigar, leer y escribir. Pero continuó publicando algunos libros con recopilaciones de varios de sus trabajos. «Como las hormigas, estoy viviendo de lo almacenado», decía. No obstante, acudió a personas que con sentido del humor llamaba sus «lectores de cámara». Casi ciego, y después de haber vendido su rica y selecta biblioteca, murió en una vieja casa en la antigua calle de la Encarnación, llamada después primera de San Ildefonso, y finalmente rebautizada con el nombre del historiador. Don Luis González Obregón dejó de existir en la ciudad de México el 19 de junio de 1938.

La historia motivo de este estudio forma parte del libro Las Calles de México y se titula:

UN APARECIDO

Leyenda de la Plaza Mayor

I

Refrene su espanto el lector, pues no se tratará aquí de un alma del otro mundo, sino de un misterioso personaje que se apareció una mañana en la plaza principal de México, allá en el siglo XIV.

El aparecido, es cierto, vino del otro mundo, pero con su propia carne y huesos; caminó y no por voluntad propia, sin incomodidad ni fatiga, y en menos tiempo del que ha gastado la pluma para escribir estas primeras líneas.

En antiguos pergaminos hemos encontrado este acontecimiento poco conocido, y certificado por muy graves autores, insignes por su veracidad y teologías. Pero vamos al cuento…; esto es, a la historia.

Refiere el doctor Antonio de Morga, alcalde del Crimen de la Real Audiencia de la Nueva España y consultor que fue del Santo Oficio, en un libro que intituló Sucesos de las islas Filipinas, que en la plaza Mayor de México se supo por primera vez la muerte del gobernador Gómez Pérez Dasmariñas en el mismo día en que acaeció, aunque se ignoraba cómo y por qué conducto.

Ciertamente, en aquella época en que ni el cable submarino ni la telegrafía sin hilos aún se soñaban, fue sorprendente que en la misma fecha en que se verificó el suceso se haya sabido desde una distancia tan grande como es la que separa a México de las islas Filipinas.

El hecho al que alude el doctor Morga, de un modo tan superficial y misterioso, lo narran otros cronistas con claridad, aunque atribuyéndolo a medios sobrenaturales.

Cuentan que en la mañana del 25 de octubre de 1593 apareció en la plaza Mayor de México un soldado con el uniforme de los que residían en las islas Filipinas, y que el dicho soldado, con el fusil al hombro, interrogaba a cuantos pasaban por aquel sitio, con el consabido y sacramental ¿quién vive?

Agregan que la noche anterior se hallaba de centinela en un garitón de la muralla que defendía a la ciudad de Manila, y que sin darse cuenta de ello y en menos que canta un gallo, se encontró transportado a la capital de Nueva España, donde el caso pareció tan excepcional y estupendo, que el Santo Tribunal de la Inquisición tomó cartas en el asunto y después de serias averiguaciones y el proceso de estilo, condenó al soldado tan maravillosamente aparecido a que se volviese a Manila; pero despacito y por la vía de Acapulco, pues el camino era largo y no había de intervenir, como en su llegada, el espíritu de Lucifer, a quien se colgó el milagro del primer viaje tan repentino como inesperado.

II

Consta el suceso que hemos consignado en gruesos pergaminos escritos por muy reverendos cronistas de las órdenes de San Agustín y Santo Domingo, y la muerte de Gómez Pérez de Dasmariñas la refiere uno de ellos con pormenores que no carecen de interés.

Entre las naciones que más frecuentaban el comercio con los españoles en las Filipinas, se contaba la del Japón, la cual era apreciada tanto por su policía y política, cuanto por sus valiosos géneros y otras ricas mercancías.

Siendo gobernador de las citadas islas Gómez Pérez, recibió una embajada del emperador Taycosoma.

«Casi por el mismo tiempo «“dice fray Gaspar de San Agustín– llegaron a Manila por parte del rey de Camboxa Embaxadores, el vno Portugués, nombrado Diego Belloso, y el otro Castellano, llamado Antonio Barrientos, que truxeron de regalo al Gobernador dos hermosos elefantes, que fueron los primeros que se vieron en Manila. El motivo de esta Embaxada se reducía a pedirle su amistad, y alianza, para que les diese socorro contra el Rey de Siam su vezino, que pretendía invadirle. Recibió el Gobernador Gómez Pérez Das Mariñas la embaxada con agrado, y el regalo que le traía; y como no se hallase con bastante gente para el socorro que se le pedía, despachó los Embaxadores, dándole al Rey de Camboxa buenas esperanzas: y correspondiéndole con otro regalo, se estableció buena correspondencia para el comercio entrambas naciones».

Empero, Gómez Pérez reflexionó que aquella era la oportunidad para la conquista del Maluco. Envió al efecto un explorador, el hermano Gaspar Gómez, religioso de la Compañía de Jesús, y adquirió copiosas noticias de otro, el padre Antonio Marta, que residía en Tidore.

Resuelto a llevar a cabo su propósito, se proveyó de cuatro galeras y de varias embarcaciones, con el competente número de soldados, y con pretexto de impartir auxilio al rey de Camboxa, dejó a Manila el 17 de octubre de 1593, acompañado de personas notables y venerables religiosos.

La armada se dio a la vela en el puerto de Cavite el 19 del mismo mes y año.

En la punta de Santiago y el día 25, el viento del este estrechó a la galera capitana a abandonar a las demás, lo que obligó a Gómez Pérez a fondear en la punta de Azufre. Como la corriente de las aguas era impetuosa, había ordenado a los chinos que llevaba consigo que remasen con fuerza, y éstos que eran 250, alegando disgustos porque los había reprendido con severidad el gobernador, resolvieron robar la galera y las mercancías, y para ello matar a todos los españoles, con tanta mayor facilidad cuanto que los rebeldes eran muchos e iban armados. Tramada la conspiración, en la misma tarde se vistieron los chinos con túnicas blancas para distinguirse entre sí, y después de haber degollado a los españoles, en el mismo instante que salía Gómez Pérez Das Mariñas de su camarote, le abrieron por mitad la cabeza y su cadáver, junto con los de los otros, fue arrojado al mar, logrando los criminales, de tan pérfida manera, apoderarse de lo que codiciaban.

III

No faltan cronistas tan sencillos como severos, que digan que aquella muerte fue un castigo del cielo, que afirman que el gobernador Pérez Das Mariñas, durante su vida, no había caminado de acuerdo con el obispo de Manila, fray Domingo de Salazar, y que varias y repetidas disputas se entablaron entre los dos con motivo de los negocios del Estado y de la Iglesia.

Sea de esto lo que fuere, lo que sí atestiguan los ya mencionados cronistas, es que tanto en Manila como en México la muerte del gobernador fue anunciada por signos sobrenaturales.

Que en Manila, entre los retratos de los caballeros de las órdenes militares que existían en la portería del convento de San Agustín, había uno de Gómez Pérez, y que en el mismo día de su fallecimiento amaneció cuarteada la pared en que estaba pintado el retrato, en la parte que correspondía a la cabeza del gobernador, a quien, como se dijo, habían dividido el cráneo los asesinos.

«Es digno de ponderación -concluye fray Gaspar de San Agustín- que el mismo día que sucedió la tragedia de Gómez Pérez, se supo en México por arte de Satanás; de quien valiéndose algunas mujeres inclinadas a semejantes agilidades, transplantaron a la plaza de México a un soldado que estaba haziendo posta vna noche en vna Garita de la Muralla de Manila, y fue executado tan sin sentirlo el soldado, que por la mañana lo hallaron paseándose con sus armas en la plaza de México, preguntando el nombre de cuantos pasaban. Pero el Santo Oficio de la Inquisición de aquella ciudad le mando bolber a estas islas, donde lo conocieron muchos, que me aseguraron la certeza de este suceso…»

Ante semejante aseveración de un cronista tan sesudo, nosotros «no ponemos ni quitamos rey», y nos conformamos con repetir:

«Y si lector, dijeres, ser comento

como me lo contaron, te lo cuento».

EL SEGUNDO CRONISTA

Pero Luis González Obregón no fue el único en relatar esta historia. Su sucesor, don Artemio del Valle Arizpe, también la cuenta en Historia, tradiciones y leyendas de las calles de México. El libro fue publicado tan sólo tres años después de aparecer en México El caso de los OVNIs, de Jessup, en 1959. Es la continuación de Leyendas Mexicanas, de 1943.

Hijo de un gobernador del estado de Coahuila, Artemio del Valle Arizpe nació en la ciudad de Saltillo el 25 de enero de 1884. Los jesuitas fueron sus primeros mentores en el Colegio de San Juan. Cursó la preparatoria en el Ateneo Fuente y luego cursó la carrera de abogado en la ciudad de México. Siendo coahuilense representó como diputado en el Congreso de la Unión a un distrito de Chiapas, que sólo conocía de nombre. En 1912 viajó a San Luis Potosí en donde residió hasta 1919, año en que ingresó al servicio diplomático. Ese año parte a Madrid para servir en la legación mexicana en la Villa y Corte. En la península residió cinco años colaborando con la Comisión de Investigaciones y Estudios Históricos. También se desempeñó como diplomático ante Bélgica y Holanda.

Ejemplo es el nombre de su primera novela, publicada en 1919 y prologada por plumas del calibre de Luis González Obregón, Luis G. Urbina, Eduardo Colín, Amado Nervo, Enrique González Martínez, Rafael López y Enrique Fernández Ledesma. A ese libro le seguirían muchos otros:

Ejemplo (novela) (1919); Vidas milagrosas (1921); Doña Leonor de Cáceres y Acevedo y Cosas tenedes (1922); La muy noble y leal ciudad de México, según relatos de antaño y ogaño (1924); Del tiempo pasado (1932); Amores y picardías (1932); Virreyes y virreinas de la Nueva España (1933); Libro de estampas (1934); Historias de vivos y muertos (1936); El Palacio Nacional de México (1936); Tres nichos de un retablo (1936); Por la vieja Calzada de Tlacopan (1937); Lirios de Flandes (1938); Historia de la ciudad de México, según relatos de sus cronistas (1939); Cuentos del México antiguo (1939); Andanzas de Hernán Cortés y otros excesos (1940); El Canillitas (novela de burlas y donaires) (1941); Notas de platería (1941); Leyendas mexicanas (1943); Cuadros de México (1943); Jardinillo seráfico (1944); La movible inquietud (1945); Amor que cayó en castigo (1945); En México y en otros siglos (1948); La Lotería en México (1948); La Güera Rodríguez (1949); Calle vieja y calle nueva (1949); Espejo del tiempo (1951); Lejanías entre brumas (1951); Sala de tapices (1951); Fray Servando (1951); Coro de sombras (1951); Inquisición y crímenes (1952); Piedras viejas bajo el sol (1952); Juego de cartas (1953); Personajes de historia y leyenda (1953); De la Nueva España (1954); Papeles amarillentos (1954); Horizontes iluminados (1954); Engañar con la verdad (novela) (1955); Deleite para indiscretos (1955); Cuando había virreyes (1956); Gregorio López, hijo de Felipe II (1957); De otra edad que es esta edad (1957); Cosas que fueron así (1957); Historia, tradiciones y leyendas de las calles de México (1959); Santiago (1959); Memorias (historia de una vocación) (1960).

El 29 de agosto de 1924 la Academia Mexicana de la Lengua lo nombra Miembro Correspondiente; y el 2 de diciembre de 1931, Miembro de Número. Fue secretario de la Facultad de Filosofía y Letras (1934). A la muerte de Luis González Obregón, en junio de 1938, fue designado Cronista de la ciudad de México. Murió en esta ciudad el 15 de noviembre de 1961.

La versión de Artemio del Valle Arizpe se titula:

POR EL AIRE VINO, POR LA MAR SE FUE.

Leyenda de la Plaza Mayor, luego Plaza de Armas, hoy de la Constitución, llamada generalmente Zócalo.

Despertó la ciudad entre las voces graves, tímidas, alborozadas, solemnes, locuaces, de sus campanas innumerables. Campanas de conventos y de iglesias entre la diáfana madrugada, que purifican y lavan las almas con su serena frescura. Las gentes iban y venían afanosas por la Plaza Mayor. Iban a misa, salían de misa. Por el ancho canal que corría por un costado de Palacio calle del Agua y pasaba por frente a los portales del Ayuntamiento, para seguir por las calles de las Canoas, hasta doblar por detrás del convento de San Francisco, por ese canal venían los viejos bergantines ya con leña, ya con maíz, o con la carne para el abasto en que su asentista u obligado tenía abierta la carnicería en la Callejuela, costado del Ayuntamiento, pasado el puente de las Marquesoteras, y junto a la humeante Fundición de la Casa de la Moneda. Venían por el canal las lentas canoas cargadas de verduras, rebosantes de flores y con la melosa canturia de los indios que proponían sus mercaderías mirando con ojos dóciles y tristes. Junto al Puente de Palacio se bamboleaba, remeciéndose suave, la chalupa pintada por de fuera con fresca policromía de batea michoacana, y su interior suavizado con forro y cojines de damasco y con blandas catalufas, y en la que era llevado el virrey hasta las mismas puertas del Coliseo las noches de función.

La multitud que se revolvía por la plaza, bajo la gustosa tem­planza del sol, y, preocupada como andaba con sus diarios afa­nes, no había reparado en un soldado que, con arcabuz al hombro y ojos azorados, iba de un lado para otro y, de tiempo en tiempo, atajaba a alguno dándole un largo y sonoro: «¿Quién Vive?» Y después seguía derramando el extraño asombro de sus ojos por todo el ámbito de la plaza. Nadie le hacía el menor caso por creérsele un loco de apacible manía que andaba en los días en que la luna le estaba sorbiendo más el seso pero, de pronto, alguien se fijó, muy extrañado, en su traje: Ese uniforme no lo usaban los soldados de esta tierra. La persona que primero paró mientes en el comunicó su descubrimiento a otra, y esta a otra, y luego a otras más y todas, a su vez, extendieron pronto la voz de que andaba allí un hombre extraño, con cara de espanto y arcabuz al hombro, deteniendo a mucha gente con un «¿Quien Vive?» Y, al ver que no le respondían, se llenaba de azoro consternado.

Pronto, en torno del extraño soldado, se agitó un compacto corro. Los que estaban detrás hacían violentos esfuerzos para ponerse delante, y los de las primeras filas luchaban, desesperados, para no perder su buen lugar y seguir viendo de cerca a aquel hombre de tan singular pergeño y cara de terror, que andaba inquieto como buscando algo, lleno de afán angustioso. A las preguntas, muy repetidas, de quien era y qué había perdido, con las que todos lo cercaban, dijo ser un soldado de las Filipinas, y que en la noche pasada, estando de posta en una de las torres de la muralla que rodea a la ciudad de Manila, sintió, de pronto, como un desfallecimiento en el que se le anublaron los ojos, y que todo su ser se le desleyó en un desmayo, y que, cuando recobró su espíritu, estaba en esa ancha plaza que nunca había visto en su vida, y que ignoraba de qué barrio remoto era de Manila, pues en jamás de los jamases había puesto en ella los pies, lo que le extrañaba mucho, porque era viejo conocedor De todos los andurriales, ostugos y recovecos de la ciudad en la que hacia años vivía feliz con mujer e hija.

Pero, al asegurarle que estaba diciendo desatinos, grandes desatinos, pues no se hallaba en Manila, como él creía, sino en México, capital de la Nueva España, se quedó el hombre atónito, así como adementado, y cuando ya pudo hablar empezó a Jurar y a perjurar con vehementes palabras que el no decía embustes, ni tampoco era loco como, de fijo, pensaban que lo era, y que, por amor de Dios, rogaba que le creyesen que en la noche del día anterior estaba muy tranquilo haciendo su cuarto de guardia en la torre de San Eligio, de la muralla vieja, y que no atinaba a explicarse cómo le decían ahora que andaba por México, que bien sabía él lo distante que era de Manila, donde tenia mujer e hija en el barrio de quiapo. Y aun iba a añadir otras persuasivas demostraciones para afirmar más su dicho, cuando el apretado corro que lo circundaba se empezó a abrir con temor respetuoso, para dar paso a unos alguaciles de la Inquisición, que iban a aprehender al soldado filipino, que se dio preso sin chistar, más asustado que nunca. En la tétrica calesa verde se lo Llevaron con toda rapidez al sombrío, pavoroso caserón del Santo Tribunal de la Fe.

¡No faltaron almas buenas y piadosas! -¡ay! nunca faltan-, anhelantes de indulgencias para la salud de su alma, que fueran en volandas, bebiéndose los vientos, a referir a los señores inquisidores que en la Plaza Mayor estaba un soldado que, por artes del diablo, ¡Jesús nos cuide!, Había llegado a México en sólo una noche desde las lejanas Islas Filipinas.

Cuando estas piadosas y buenas almas vieron que se llevaron preso los temibles alguaciles a aquel pobre hombre, tal vez para que lo achicharraran pronto en una santa hoguera, un gran sosiego benéfico les entró en el pecho, junto con una cándida alegría, pues cumplieron un estricto deber de conciencia y, de fijo, que en la otra vida se les iba a conceder un lindo premio entre los cánticos de los querubines, por la grande y meritoria acción de haber denunciado a aquel individuo que, era indudablemente, tenía firmado pacto con Satanás, ¡Dios nos libre!, y, pensando en esto, se quedaban con los ojos vueltos al cielo en un divino arro­bamiento, buscando en él la señal anticipada que les confirmara el divino galardón. Las demás gentes se retiraron, asustadas, de la plaza, haciéndose mil cruces, pues algo habría de nefando en aquel hombre cuando la Santa Inquisición se lo llevaba a sus cárceles, en donde en una hoguera purificadora le iban a limpiar santamente el a1ma.

Y ante los hoscos y negros inquisidores repitió el soldado una vez, y muchas, lo que le había sucedido y, además, dijo que el 17 de este mes octubre 1593, había salido del puerto de Cavite el gobernador de las Filipinas don Gómez Pérez Dasmariñas, con ocho galeras llenas de soldados, dizque a auxiliar al rey de Camboja, quien le acababa de mandar una embajada con ricos regalos (¡regalos, regalos, a cuántos hombres buenos ha­béis hecho malos!), pidiéndole auxilio contra el rey de Siam, que se aprestaba a invadirle su reino; si bien se supo en Manila que el solícito gobernador no iba en socorro de su aliado, ni muchísimo menos, sino a conquistar Maluco para España; pero que, obligada la galera capitana, por vientos contrarios, a abandonar el resto de la armada, llegó a Punta Azufre de arribada forzosa y allí se sublevó la tripulación, que era de chinos.

Como estos chinos eran muchos, vencieron pronto a los españoles y degollaron después a los que salieron con la vida del sangriento combate. Eran venerables religiosos y personas de distinguida calidad, con arraigo en Manila, todos los que perecieron y que formaban el acompañamiento del gobernador Dasmariñas, a quien un desaforado tagalo de aquellos le abrió la cabeza hasta el cuello, de un formidable golpe de machete o kampilán, que dicen en su lengua, y, echando 105 cadáveres al agua, se fueron los sublevados mar adentro con la galera, vestidos ya de blanco, celebrando un extraño y complicado rito. Que estas malas noticias andaban ese día por la ciudad, y que toda Manila estaba consternada y de luto por la muerte de sus caballeros principales y de sus frailes más calificados, claros varones llenos de saber y virtudes; Y que él, de guardia en la torre de San Eligio, estaba pensando con pena en la suerte que habría corrido en ese desastre un alférez de su tierra, Antón de Peñaranda, que, a menudo, lo beneficiaba, generoso, con amplias dádivas de dinero, cuando le entró un gran desfallecimiento en todo su cuerpo, del que vino a salir aquella mañana en la plaza que le dijeron era la Mayor de México, y a la que no supo cómo llegó ni cuando, y en la cual lo habían aprehendido los alguaciles del Santo Tribunal.

Esto lo refirió una vez y lo refirió muchas veces el soldado en ese día, y después en varias audiencias subsecuentes a las que fue llamado a declarar. Pero, francamente, los señores inquisi­dores contra la herética pravedad y apostasía, no estuvieron nada bien en el desempeño de su delicado oficio, pues sólo echaron al soldado en un calabozo húmedo, estrecho, oscuro, hediondo, mas no le dieron ningún tormento, ninguno, ¡Señor! Ni una sola vez lo descoyuntaron, ni le retorcieron el cuerpo, ni le pegaron en los hierros candentes, ni le aplastaron los pies entre los torniquetes, ni le quebraron un solo hueso, ni el más pequeño, ¡caramba!, ni le desgarraron las carnes a azotes ni siquiera le hicieron tragar unos cuantos cuartillos de agua; nada, nada, sino que lo sentenciaron a que volviera a Manila, no ya con la violenta rapidez con que se trasladó a la Nueva España, en solo una noche, sino en el galeón que iba a zarpar en esos días del puerto de Acapulco. ¡Vaya una sentencia! ¡Para eso más valía que ni lo hubiesen aprehendido! ¡Lástima!

Se fue el soldado en el galeón de Acapulco, y cuando regresó la nao, pasados ocho meses largos, con su maravillosa carga de sedas, jades, porcelanas lacas y marfiles, se supo en México, por cartas y papeles impresos, que el gobernador de las Islas Filipinas don Gómez Pérez Das Mariñas, había tenido muerte airada en el mar, tal y como lo contó aquel extraño soldado que en la mañana del 25 de octubre, año que acababa de pasar 1593 apareció lleno de admirado espanto, con un arcabuz al hombro, en la Plaza Mayor, dando largos quienvives.

Continuará…

2 pensamientos en “El soldado filipino (Primera parte)”

  1. era mejor antes que uno escuchaba solo la historia,ahora con toda esta s biografias se hace muy pesada la lectura,yo no lo lei todo,apliquen la de la radio que uno confia en sus fuentes.

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