El soldado filipino (Final)

EL TRIBUNAL DEL SANTO OFICIO DE LA INQUISICIÓN

Aquí se nos presenta una nueva vertiente de investigación. ¿Hay algún registro de este evento en los archivos de la Inquisición? Hagamos un poco de historia.

El primer antecedente del Santo oficio en tierras americanas se presenta aún antes de la caída de Tenochtitlán. En 1520 Hernán Cortés promulga sus Ordenanzas contra blasfemos. Dos años después, los primeros frailes en territorio mexicano realizan actividades, que le corresponderían a la Inquisición, en contra de los herejes.

En 1530 Nuño Beltrán de Guzmán inicia el proceso por idolatría contra el señor de los tarascos, Caltzontzin. Pero la inquisición como tal no se instauraría en territorio mexicano sino hasta 1571.

El inquisidor general de España, el cardenal Adriano de Utrecht, delegó su autoridad en don Alonso Manso, obispo de Puerto Rico y en fray Pedro de Córdoba, viceprovincial de los dominicos en las Indias, quien vivía en Santo Domingo, la Española. Este último comisionó al fraile franciscano Martín de Valencia para que usara sus poderes inquisitoriales en la Nueva España, mientras no hubiera un prelado dominico.

Este Martín de Valencia ejecutó por idólatras a cuatro indios nobles tlaxcaltecas hacia 1524. En el 26 llegaron los primeros dominicos y entonces el cargo de inquisidor pasó a fray Tomás Ortiz, y al año siguiente a fray Domingo de Betanzos, quien estuvo muy activo durante el año en que presidió el tribunal (mayo 1527 a septiembre de 1528).

A Betanzos le siguió fray Vicente de Santa María quien realizaría el primer auto de fe en la Nueva España (octubre de 1528), en donde fueron quemados por herejes Hernando Alonso y Gonzalo de Morales.

Apenas un año antes, el 12 de diciembre de 1527, el emperador Carlos V propuso a la Santa Sede a Juan de Zumárraga, para que ocupara el obispado de México. Aunque llegó a México en 1928, no fue reconocido por el papa hasta 1534. A partir de entonces fungió como juez eclesiástico «ordinario», pero no como «inquisidor». Fue hasta el 27 de junio de 1535 que el presidente del Consejo Supremo de la Inquisición le concedió el título especial de inquisidor apostólico, título que le sería revocado en 1543.

Zumárraga quemó vivo a don Carlos Chichimecatecuhtli, cacique de Texcoco y descendiente en línea directa de Nezahualcoyotl, el 30 de noviembre de 1539.

El emperador otorgó el cargo de «visitador» e inquisidor apostólico al licenciado Francisco Tello, en 1543, motivo por el cual se le revocó el mismo título a Zumárraga. Tello estuvo en la Nueva España de 1544 a 1547, cuando regresó a España. A partir de ese año y hasta 1571 las actividades inquisitoriales serían asumidas por obispos e incluso frailes.

No fue sino hasta 1571 en que Felipe II creó oficialmente el Tribunal del Santo Oficio en México mediante la real cédula del 25 de enero de 1569, complementada por la del 16 de agosto de 1570.

La jurisdicción de este nuevo órgano comprendía toda la Nueva España, Guatemala, Nicaragua y las Filipinas. En ese entonces el inquisidor general de España era don Diego de Espinosa, cardenal obispo de Sigüenza. Este designó a don Pedro Moya de Contreras y al licenciado Juan de Cervantes como inquisidores del tribunal en la Nueva España, y para los cargos de secretario del secreto y fiscal a Pedro de los Ríos y al licenciado Alonso de Bonilla.

Eran tiempos del virrey Martín Enríquez. La inquisición se estableció en el monasterio de Santo Domingo. El 4 de noviembre de 1571 se ofició la misa y ceremonia por la que se daba por instaurada la Santa Inquisición en México.

El primer auto de fe oficial fue en septiembre de 1569, en donde se «dio por libre» a don Pedro Juárez de Toledo, acusado de hereje en Guatemala y muerto en 1569. En el acto se le restituyó de su honra y sus bienes pasaron a sus descendientes.

En ese mismo auto de fe fueron «relajados en persona» (condenados a muerte) cinco ingleses.

El sexto auto de fe se realizó el 24 de febrero de 1590. Los miembros de la familia de don Luis de Carvajal «el Viejo» (gobernador de Nuevo León), fueron condenados por judaizantes.

El auto de fe más notable del siglo XVI en México, se celebró el 8 de diciembre de 1596. En él se quemaron a nueve reos (cinco de ellos de la familia de Carvajal), de un total de cuarenta y nueve procesados:

«Fue cosa maravillosa la gente que concurrió a este auto famoso y la que estuvo en las ventanas y plazas hasta las puertas de las casas del Santo Oficio para ver este singular acompañamiento y procesión de los relajados, penitenciados que salieron con sogas y corozas de llamas de fuego (pintadas) y una cruz verde en las manos, llevando cada uno de éstos un religioso a su lado para que le exhortase a bien morir, y un familiar de guarda. Los reconciliados judaizantes con sambenitos»¦; los casados dos veces, con corozas pintadas significadoras de sus delitos; las hechiceras, con corozas blancas, velas y sogas; otros por blasfemos, con mordazas en las lenguas, en cuerpo, descubiertas las cabezas y velas en las manos»¦ y los dogmatistas y enseñadores de la ley de Moisés»¦ con sus caudas sobre las corozas retorcidas y enroscadas, significando las falsas proposiciones de su magisterio y enseñanza».

La Inquisición en México continuaría hasta las primeras décadas del siglo XIX, cuando serían enjuiciados Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos.

En los archivos de la inquisición de la Nueva España, que abarcaba y tenía jurisdicción sobre las islas Filipinas, no hay referencia alguna a un soldado filipino que haya sido embarcado en Acapulco para ser reintegrado a la sociedad filipina, luego de aparecer misteriosamente en el Zócalo de la Ciudad de México.

No creo que la Santa Inquisición hubiese dejado escapar la oportunidad de «relajar en persona» y quemar vivo a un soldado que, de seguro, había viajado por artes del maligno más de quince mil kilómetros «en menos de lo que canta un gallo».

De la misma opinión es don Artemio del Valle Arizpe cuando escribe en tono de sorna:

¡Señor! Ni una sola vez lo descoyuntaron, ni le retorcieron el cuerpo, ni le pegaron en los hierros candentes, ni le aplastaron los pies entre los torniquetes, ni le quebraron un solo hueso, ni el más pequeño, ¡caramba!, ni le desgarraron las carnes a azotes ni siquiera le hicieron tragar unos cuantos cuartillos de agua; nada, nada, sino que lo sentenciaron a que volviera a Manila, no ya con la violenta rapidez con que se trasladó a la Nueva España, en solo una noche, sino en el galeón que iba a zarpar en esos días del puerto de Acapulco. ¡Vaya una sentencia! ¡Para eso más valía que ni lo hubiesen aprehendido! ¡Lástima!

ARMANDO EL ROMPECABEZAS

Al caer Tenochtitlan en manos de Hernán Cortés, se funda el virreynato de la Nueva España (1535), cuya capital natural lo sería la ciudad de México, sede de la corte virreinal.

Hacia 1579 todo el territorio de la Nueva España, que iba desde Colombia hasta la Alta California, estaba poblado por 3, 445,000 habitantes y en todo el valle de México no habría más de 300,000.

Los sucesos y noticias que se daban en el centro del virreinato eran rápidamente conocidos por todos.

En 1559 (24 de septiembre) el Rey Felipe II ordenó al Virrey Luis de Velasco I que enviara una expedición hacia las Filipinas. El rey español conocía perfectamente que esos territorios caían en la demarcación portuguesa según el Tratado de Tordesillas, pero a pesar de ello quería consolidar su dominio por aquellas tierras, aprovechando que no había portugueses, con el fin de tender un puente comercial con China. Para eso era necesario encontrar una ruta de retorno hacia Nueva España: el llamado Tornaviaje.

Cinco de esas expediciones habían fracasado hasta que se decidió utilizar los servicios del padre Andrés de Urdaneta Cerain, el máximo experto náutico de aquellos días.

La nueva expedición, al mando de Miguel López de Legazpi y André de Urdaneta, partió del puerto de La Navidad, en Nueva España, el 21 de noviembre de 1564, llegando a las Filipinas el 13 de febrero del año siguiente.

Luego de explorar esas tierras y reparar la nao San Pedro y dejar un emplazamiento en Cebú para preparar la conquista, partieron nuevamente con rumbo a la Nueva España el 1 de junio de 1565. 7,644 millas los separaban del Nuevo Mundo: el viaje más largo realizado hasta entonces. Llegaron al puerto de Acapulco el 8 de octubre de 1565.

Pocos años después, tras la conquista de las Filipinas, esa ruta sería la que seguiría la famosa «Nao de China» que mantuvo el contacto comercial entre México y Filipinas hasta 1815, año en que zarpó el último galeón de Manila.

Para 1593 la ruta del oriente era ya una realidad, aunque ese año, como lo dice el doctor Antonio de Morga, no llegó ninguna «Nao de China» al puerto de Acapulco pues los dos barcos que había mandado el gobernador Das Mariñas, el San Felipe y el San Francisco, tuvieron que regresar al puerto de Sebu debido al mal tiempo. Luego vino el asesinato de Das Mariñas y los problemas por su sucesión, lo que fue alargando el tiempo para que se reestableciera la comunicación. La noticia de la muerte de Das Mariñas fue conocida antes en España, debido a la ruta normal vía la India. En México se conocería hasta el año siguiente, cuando llegaron las nuevas Naos de China. Es decir, no es cierto, como apunta don Luis González que en «la ciudad de México se enteraran de la muerte del gobernador, aún antes de que lo supiera la propia ciudad de Manila».

Dice el cronista que el soldado filipino «había estado en servicio en la isla capital la noche del 24 de octubre». A la mañana del día siguiente inexplicablemente se encontraba en la Plaza Mayor de la ciudad de México contando la historia de la muerte de Das Mariñas, ocurrida esa misma noche, como dice don Artemio del Valle Arizpe: «En la punta de Santiago y el día 25, el viento del este estrechó a la galera capitana a abandonar a las demás»¦ había tenido muerte airada en el mar, tal y como lo contó aquel extraño soldado que en la mañana del 25 de octubre».

En efecto, Gómez Pérez Das Mariñas había salido del puerto de Cavite el 17 de marzo y había llegado a Punta Azufre, a 24 leguas de distancia de Manila, la noche del 24, misma en que fue asesinado. Pero ese dato no se conocería en Manila sino hasta los siguientes días. Cualquier soldado que hubiese estado de guardia en Manila la noche del 24, no podría conocer esos datos.

Lo que ya se sabía tanto en España, Nueva España y las Filipinas fue que el gobernador había hecho un testamento (registrado en Manila el 30 de septiembre de 1592, un año antes de su muerte). No es raro suponer que fray Gaspar de San Agustín conoció la existencia de ese documento.

Pero no se les puede culpar de error, y mucho menos de engaño, a los cronistas mexicanos (González y del Valle), ya que ellos simplemente estaban transmitiendo una «tradición» (una leyenda). Ese era un género literario muy socorrido a finales del siglo XIX en el que se mezclaban la verdad y la fantasía, la novela y la historia. Incluso el mismo González Obregón nos dice que es un «cuento»:

En antiguos pergaminos hemos encontrado este acontecimiento poco conocido, y certificado por muy graves autores, insignes por su veracidad y teologías. Pero vamos al cuento…; esto es, a la historia.

En lo que sí se equivoca don Luis González es que don Antonio de Morga nunca mencionó al soldado filipino. Y muy probablemente también comete un error cuando escribe: «»¦ un soldado con el uniforme de los que residían en las islas Filipinas». Estas islas, junto con sus soldados, pertenecían al virreynato de la Nueva España y todos los militares poseían el mismo uniforme.

Pero la historia del soldado filipino no fue conocida en México sino hasta el siglo XX con la publicación del libro de don Luis González, Las calles de México. Los 300,000 habitantes de la capital de la Nueva España nunca tuvieron referencias de tan gran portento.

Ni la misma Inquisición se ocupó nunca de ese caso. En 1590 quemaron a don Luis de Carvajal «el Viejo», y hasta 1596 hubo otro acto de fe donde fueron procesados 46 acusados, y nueve de ellos fueron quemados vivos.

No hay ningún dato en los archivos del Santo Oficio que mencione al soldado filipino. El único que da cuenta de él es fray Gaspar de San Agustín, quien al parecer fue el que inventó la historia y quien escribió del asunto en 1698, casi un siglo después de los supuestos hechos. ¿De dónde sacó ese cuento? No lo sabemos, pero tres años antes de publicar su «Conquista de las Filipinas», en Londres apareció el libro Misceláneas, escrito por John Aubrey, quien escribió:

«Un caballero conocido mío, Mr. M, se encontraba en Portugal en 1655, cuando un hombre fue quemado en la hoguera por la Inquisición al asegurar que había sido trasladado a aquel país europeo desde Goa, en las Indias Orientales, en un plazo de tiempo increíblemente corto».

Una historia prácticamente idéntica a la contada por fray Gaspar de San Agustín, sólo cambian los lugares y las fechas (y el desenlace del protagonista). ¿Fue esta nota la que inspiró al sacerdote racista? Tal vez, pero de eso se tendrán que ocupar los investigadores portugueses hurgando en los archivos del Santo Oficio.

REFERENCIAS

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Jessup Morris Karl, El caso de los OVNIs, Populibros La Prensa, México, 1956, págs. 169-172.

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Morris Karl Jessup.

El caso de los ovnis, edición mexicana.

Luis González Obregón.

Don Luis González al final de sus días.

Las calles de México.

El soldado filipino.

Don Artemio de Valle Arizpe.

Historia, tradiciones y leyendas de calles de México.

Arcabucero español de la colonia.

El primer mapa de la ciudad de México fue mandado confeccionar por Hernán Cortes y aparece en sus Cartas de Relación de 1524.

El códice Osuna muestra la forma en que se hicieron los trabajos de cimentación de la catedral de México, en la Plaza Mayor.

El valle de México hacia 1519, tal como se muestra en este mapa francés de 1754.

El Tecpac Calli dibujado en el códice Osuna. En el zócalo de la ciudad de México.

Mapa de la ciudad de México basado en el de Cortés, del siglo XVI.

Tenochtitlan y el lago de México.

La ciudad de México aparece así en el Insularium de Benedetto Bordono (1528).

El valle de México según Camelli Carreri en su Giro del Mondo.

La ciudad de México en el mapa de Juan Bautista Ramusio.

La ciudad de México hacia 1683.

El Virrey Luis de Velasco, virrey de la Nueva España.

El mapa de Upsala de 1555.

Plaza Mayor de la ciudad de México hacia 1562-1566.

El Zócalo o Plaza Mayor hacia 1596.

Mapa de la ciudad de México en 1628, de Juan Gómez de Trasmonte.

Biombo que muestra el Palacio Virreynal hacia el siglo XVII.

La Plaza Mayor en una pintura de Villalpando de 1695.

Escudo de la Inquisición.

El Zócalo en 1834.

El Zócalo en 1847.

Legazpi, Urdaneta y Martín de Rada en las islas Filipinas, grabado de «Conquista de las islas Filipinas», de Gaspar de San Agustín.

Plano del puerto de Acapulco hacia el siglo XVI.

El puerto de Acapulco a mediados del siglo XIX. Del «Atlas Pintoresco» de García Cubas.

El «doctor» Cardeñosa dictando cátedra.

Ya de todos es conocido el resultado del juicio interpuesto por Pedro Amorós Sogorb contra Javier Ruiz Cavanilles, Pedro José Ramírez Codina, Benigno Camañas Sanz y Unidad Editorial S.A. y Mundinteractivos S.A., el famoso «Juicio de las caras de Bélmez». Fernando L. Frías Sánchez (Yamato) lo explica paso a paso en su blog El fondo del asunto, en tres artículos titulados «La madre de todas las sentencias».

http://yamato1.blogspot.com/2006/09/la-madre-de-todas-las-sentencias.html

http://yamato1.blogspot.com/2006/09/la-madre-de-todas-las-sentencias-2-el.html

http://yamato1.blogspot.com/2006/09/la-madre-de-todas-las-sentencias-3-el.html

También se ha ocupado del caso Ricardo Campo en Mihterioh de la siensia: «La sentencia de Bélmez como paradigma de Paranormalandia».

http://mihteriohdelasiensia.blogspot.com/2006/09/la-sentencia-de-blmez-como-paradigma.html

Y Josué Belda (Asigan), en Paranormalidades: «La (famosa) sentencia del (famoso) caso».

http://paranormalidades.blogspot.com/2006/09/la-famosa-sentencia-del-famoso-caso.html

Mauricio José Schwarz en El retorno de los charlatanes: «La crítica no es ilegal, dice el tribunal».

http://charlatanes.blogspot.com/2006/09/la-crtica-no-es-ilegal-dice-el.html

El Pez (Javier Armentia) en Por la Boca Muere El Pez: «El juicio de lo de Bélmez».

http://www.javarm.blogalia.com/historias/42983

Y finalmente El amo del calabozo en Laberinto posmoderno: «Sentencia Amorós-Cavanilles».

http://laberintoposmo.blogalia.com/historias/43007

Lo que ninguno de ellos pudo conseguir fue la foto de Bruno Cardeñosa «dictando cátedra» sobre los aspectos jurídicos del caso y enmendándole la plana a la Jueza María Begoña Calvet y Miró. Gracias a un marcianito paparazzi logramos esta foto exclusiva que ahora compartimos con nuestros lectores.

El soldado filipino (y 2)

RASTREANDO EL ORIGEN DE LA HISTORIA

Valle Arizpe, con su estilo recargado imitando la forma de escribir de la colonia, no nos proporciona mayor información, pero su antecesor, don Luis González, sí. Este cronista menciona a don Antonio de Morga Alcalde de las Causas Criminales de la Real Audiencia de la Nueva España y Consultor del Santo Oficio, y a su libro, Sucesos de las islas Filipinas. Esta obra fue publicada en México en 1609 («En casa de Geronymo Balli. Ano 1609. Por Cornelio Adriano Cesar«). El libro fue dedicado a don Cristóbal Gómez de Sandoval y Rojas, Duque de Cea.

Zaragoza hizo una reimpresión en Madrid, 1887 (No. 2658, del Catalogo de la librería del Padre Vindel); Rizal la tradujo al francés, Paris, 1890; y Lord Stanley al inglés, Londres, Hakluyt Society edition, 1868. Fue reeditado en 1907 por Emma H. Blair y James Alexander Robertson en su The Philippine Islands, 1493-1898, una enciclopedia en la que publican 55 volúmenes de obras dedicadas a la historia de las Filipinas. El libro del doctor Morga constituye los volúmenes 15 y 16 de la obra de Blair y Robertson.

El libro es importante porque Morga era un observador agudo que describe los asuntos diarios y comunes en las islas. Al ser un funcionario real, no tiene limitaciones y comenta las fuerzas y debilidades de los gobernadores de las islas.

En su introducción escribe Morga:

Pasé ocho años en las Islas Filipinas, los mejores años de mi vida, sirviendo continuamente como teniente del gobernador y capitán general, y, tan pronto como se estableció la Audiencia Real de Manila, en la oficina del interventor, la cual fui el primero en ocupar. Y deseoso que los asuntos de esas islas sean conocidos, especialmente los que ocurrieron durante mi estancia en ellas, he escrito estos temas en un libro de ocho capítulos, remontándolos hasta su origen cuando fue necesario. Los primeros siete capítulos contienen una descripción de los descubrimientos, las conquistas, y de otros acontecimientos en las islas y los reinos y provincias vecinos, que ocurrieron durante la época de cada uno de los gobernadores hasta que la muerte de don Pedro de Acuña. El octavo y último capítulo contiene un breve resumen de la naturaleza de estas regiones, de sus habitantes, de la manera de gobernarlos y convertirlos, y de otros detalles…

La obra, como ya se ha dicho, consta de ocho capítulos. Los primeros siete capítulos del libro se ocupan de los «descubrimientos, conquistas, y de otros acontecimientos… hasta la muerte de don Pedro de Acuña». El octavo, de los naturales, del gobierno, de la conversión, y de otros detalles.

Los títulos de cada capítulo son:

CAPÍTULO PRIMERO

De los primeros descubrimientos de las islas Occidentales; del viaje del Adelantado Miguel López de Legazpi; la conquista y el pacificación de las Filipinas durante su gobierno, y de Guido de Labazarris, quien ayudó al gobierno.

CAPÍTULO SEGUNDO

La administración del doctor Francisco de Sande, y los acontecimientos de las Islas Filipinas durante su mandato.

CAPÍTULO TERCERO

De la administración de don Gonzalo Ronquillo de Peñalosa, y de Diego Ronquillo, quien tomó el mando debido a la muerte del anterior.

CAPÍTULO CUARTO

De la administración del doctor Santiago de Vera, y del establecimiento de la Audiencia de Manila, hasta su supresión; y de los acontecimientos durante este periodo.

CAPÍTULO QUINTO

De la administración de Gómez Pérez Das Mariñas, y del Licenciado Pedro de Rojas, quien fue elegido por la ciudad de Manila para actuar como gobernador, a causa de la muerte del anterior, hasta que don Luis Das Mariñas fue recibido como el sucesor de Gómez Pérez, su padre.

CAPÍTULO SEXTO

De la administración de don Francisco Tello, y del segundo establecimiento de la Audiencia de Manila; y lo ocurrido durante el período de esta administración.

CAPÍTULO SÉPTIMO

Del gobierno de don Pedro de Acuña, gobernador y presidente de las Filipinas, y de lo que ocurrió durante su administración, hasta su muerte en junio del año mil seiscientos seis, después de su regreso a Manila desde Molucas, donde conquistó las islas del rey de Terrenate.

CAPÍTULO OCTAVO

Relación de las Islas Filipinas y sus nativos, antigüedad, costumbres y gobierno, tanto en su periodo de paganismo como después de ser conquistados por los españoles, y otros detalles.

Para los fines de este artículo sólo el capítulo V es importante. En él, Morga se ocupa del fallecimiento de Gómez Pérez Das Mariñas y los interinatos de Pedro de Rojas y Luis Pérez Das Mariñas.

La administración de Das Mariñas se caracterizó por su gran energía y entusiasmo. La construcción del muro de Manila y otras fortificaciones, el edificio de galeras, la regulación del comercio, las diferentes pacificaciones, la reconstrucción de Manila, y el inicio de negociaciones con Japón, son todas parte de su administración.

Después de su muerte, comenzó la competencia por su puesto, ya que el gobernador había asegurado a varias personas que las designaría en caso de su muerte. Especialmente a Estevan Rodríguez de Figueroa, hombre rico de Pintados, al que le «había mostrado una declaración firmada en su favor». En Manila, Pedro de Rojas, teniente y asesor, es elegido gobernador en el ínterin, pero después de cuarenta días Luis Pérez Das Mariñas toma la oficina en virtud de un documento firmado a su favor. La noticia de la muerte de Das Mariñas fue conocida en España a través de la India.

Las partes más sobresalientes de ese quinto capítulo son:

CAPÍTULO QUINTO

De la administración de Gómez Pérez Das Mariñas, y del Licenciado Pedro de Rojas, quien fue elegido por la ciudad de Manila para actuar como gobernador, a causa de la muerte anterior, hasta que don Luis Das Mariñas fue recibido como el sucesor de Gómez Pérez, su padre.

Tan pronto como Gómez Pérez Das Mariñas llega a las Filipinas, lo reciben como gobernador por aclamación popular. Suprimió la Audiencia, y las residencias de su presidente, interventores, fiscales, y otros funcionarios fueron tomadas por Licenciado Herver del Coral, a quien el Virrey don Luys de Velasco[1] había enviado para ese propósito, en virtud de un decreto real recibido a ese efecto. El nuevo gobernador inauguró su mandato estableciendo la paga de la guarnición, y ejecutando, con gran entusiasmo y celo, muchas y varias cosas, para las cuales poseía órdenes e instrucciones reales, sin retraerse de otro tipo de trabajos, y tomándolos a su cargo. Su primer trabajo fue el amurallado de la ciudad, lo cual atendió de forma asidua, que casi fue terminada antes de su muerte. También construyó una caballeriza sobre el promontorio de Manila en donde estaba la vieja fortaleza de madera, a la que llamó Santiago, y la fortificó con artillería. Destruyó los cimientos del fuerte de Nuestra Señora de Guía, que su precursor había construido; construyó de piedra la catedral de Manila, y animó a los habitantes de la ciudad que poco antes habían comenzado a construir, a que perseveraran en la construcción de sus casas de la piedra, un trabajo que el obispo fue el primer en comenzar al edificar su casa. Durante su mandato aumentó el comercio con China, y reguló mejor la navegación con Nueva España, y despachó navíos en esa línea. Construyó algunas galeras para la defensa de la costa, pacificó a los Zambales, que se habían rebelado, y ordenó a su hijo don Luys Das Mariñas, de la orden de Alcántara, que hiciera una incursión con las tropas de Manila al interior de la isla de Luzón, cruzando el río Ytui y otras provincias todavía no exploradas o vistas por los españoles, hasta llegar a Cagayan. Construyó también una fundición de artillería en Manila, con fundidores expertos, pero resultaron pocas piezas mayores.

En el primer año de su administración, envió al presidente y a los interventores de la recién suprimida Audiencia a España. El Licenciado Pedro de Rojas, el interventor mayor, permaneció con el gobernador por orden de su majestad, como teniente-asesor en materias de justicia, hasta que algunos años más tarde fue designado alcalde en México.

Durante la administración de Gómez Pérez, las relaciones y la paz que existía entre los japoneses y los españoles de las Filipinas comenzaron a fracturarse; hasta entonces los barcos japoneses que salían del puerto de Nangasaqui hacia Manila, desembarcaban con su harina y otras mercancías, y eran recibidos amablemente. Pero Taicosama, señor de todo el Xapon, fue incitado por las insidias de Farandaquiemon -un japonés de extracción baja, uno de los que vinieron a Manila- para escribir de una manera bárbara y arrogante al gobernador, demandando sumisión y tributo, y amenazando con venir con una flota y para devastar el país. Pero, entre las demandas y las contestaciones, pasaron varios años, hasta que Taico murió.

Mientras que Xapon causaba al gobernador una cierta ansiedad, el rey de Camboja le envió una embajada con el portugués Diego Belloso, quien trajo un presente de dos elefantes y oferta de la amistad y comercio con su reino, e imploró la ayuda contra Sian -que amenazaba Camboja. El gobernador contestó al rey, y le envió un caballo, con algunas esmeraldas y otros objetos, pero pospuso para después lo relacionado con la ayuda, y agradeció su amistad. Éste fue el origen de los acontecimientos y las expediciones que se hicieron más adelante desde Manila a los reinos de Sian y de Camboja, en el continente de Asia.

A partir del momento que Gómez Pérez recibió su carga de España, él había acariciado el deseo de conducir a una expedición de Manila para conquistar la fortaleza de Terrenate en Molucas, a causa de la gran importancia de esta empresa, y los resultados, en los cuales no se había logrado ningún éxito en otras ocasiones. Constantemente tomaba las medidas necesarias para emprender esta expedición, pero tan secretamente que no lo dijo a nadie, hasta, el año noventa y tres, viendo que los preparativos para su expedición parecían suficientes, declaró su propósito, y estuvo listo, con más de novecientos españoles y doscientos navíos, contando galeras, galeones, fragatas, virreyes, y otros aparatos. Dejó los asuntos de guerra de Manila y de las islas, con algunas tropas -aunque escasas para la defensa de la ciudad- a cargo de Diego Ronquillo, su maestro-de-campo; y los de la administración y de la justicia al Licenciado Pedro de Rojas. También envió a su hijo, don Luys Das Mariñas, a la retaguardia con el resto de la flota, como su teniente en la oficina del capitán-general, a las provincias de Pintados, de dónde debía navegar; mientras que él mismo permanecía en Manila y hacía sus preparativos finales y que armaba una galera de veintiocho bancos, en la cual debía navegar. Esta galera contaba con buenos remeros chinos[2], a sueldo, que, para ganar su buena voluntad, él no permitiría que fueran encadenados, e incluso se les permitiría llevar ciertas armas. Cerca de cuarenta españoles se embarcaron en la galera, y la galera misma era acompañada por algunas fragatas y barcos más pequeños, en los cuales se embarcaron los civiles. El gobernador salió del puerto de Cabit, en el mes de octubre, mil quinientos noventa y tres, para las provincias de Pintados, donde esperaba reunirse con la flota que los aguardaba allí, y proceder a Molucas. Por la tarde del segundo día de viaje, alcanzaron la isla de Caca, a veinticuatro leguas de Manila, y cerca de la costa de la misma isla de Luzón, en un lugar llamado Punta del Acufre, donde hay un viento principal fuerte. La galera intentó rodear este punto remando, pero no pudieron hacer ningún progreso hasta que el viento amainara, anclaron bajaron una vela, y permanecieron allí esa noche. Algunos de los barcos que navegaban con la galera se acercaron más a la costa a la vista de la galera, y la aguardaron allí.

El gobernador y los que lo acompañaron pasaron la noche jugando en la popa, hasta el final de la primera hora. Después de que el gobernador hubiera entrado en su cabina para descansar, los otros españoles fueron también a sus ballesteras para el mismo propósito, dejando a los guardias en la pasarela del barco, en el arco y la popa. Los remeros chinos, que desde hacía tres días que conspiraron para apoderarse de la galera al momento en que se presentara una oportunidad favorable -para evitar el trabajo de remar en esta expedición, y apoderarse del dinero, de las joyas, y de otros artículos del valor a bordo del barco- pensado que no debían perder su oportunidad. Los jefes designados para su ejecución proporcionaron velas, y camisas blancas con las cuales vestirse, para realizar su plan esa misma noche, en la última hora antes del amanecer, cuando percibieron que los españoles estaban dormidos. A una señal que dio uno de ellos, todos a la misma hora se pusieron sus camisas, encendieron sus velas, y dispusieron de su catana, y atacaron a vigilantes y a los hombres que dormían en las ballesteras, e hiriéndolos y matándolos, tomaron la galera. Algunos de los españoles se escaparon, algunos nadando a tierra, otros por medio de la tienda de la galera, que estaba en la popa. Cuando el gobernador oyó el ruido desde su cabina, pensó que la galera era arrastrada por la corriente y que el equipo bajaba la vela y llevaba los remos, él se apresuró a salir de la cabina sin tomar cuidado. Varios chinos lo aguardaban allí y le partieron la cabeza con una catana. Así herido cayó abajo de las escaleras en su cabina, y los dos criados que estaban allí, le llevaron a su cama, donde murió inmediatamente. Los criados tuvieron el mismo destino al recibir puñaladas a través de la portilla. Los únicos españoles que sobrevivieron en la galera fueron Juan de Cuellar, secretario del gobernador, y el padre Montilla de la orden franciscana, que dormían en la cabina, y que permanecieron allí sin salir; ni los chinos, pensaron que había más españoles, por lo que entraron hasta el día siguiente, y sacaron a los dos hombres y los pusieron en tierra en la costa de Ylocos, en la misma isla de Luzón, para que los naturales les pudieran permitir tomar agua de la orilla, que necesitaban urgentemente.

Aunque los españoles que estaban en los otros barcos, cerca de la tierra, percibieron las luces y oyeron el ruido hecho en la galera desde sus naves, pensaron que se hacía algún trabajo; y cuando luego, supieron lo qué sucedía por los que se habían escapado nadando, ya no podían proporcionar ninguna ayuda y aguardaron, pues todo estaba perdido, y había pocas e insuficientes fuerzas. Esperaron hasta la mañana, y cuando comenzó a amanecer, vieron que la galera ya había fijado su bastardo, y navegaba, viento en popa hacia China, y no podían perseguirla.

La galera navegó con un viento favorable todo a lo largo de la costa de la isla hasta abandonarla. Tomó un poco de agua en Ylocos, donde abandonaron al secretario y el religioso. Los chinos intentaron llegar a China, pero no pudieron llegar, viraron hacia el lado de babor al reino de Cochinchina, en donde el rey de Tunquin tomó su carga y dos piezas grandes de artillería que fueron fabricadas para la expedición de Molucas, todas las joyas, dinero, y artículos del valor; la galera fue dejada a la deriva en la costa, y los chinos se dispersaron y huyeron a diversas provincias. El gobernador Gómez Pérez tuvo esta muerte desafortunada, con lo cual la expedición y la empresa a Molucas, que el gobernador había emprendido, cesaron también. Así terminó su administración, después de que hubiera gobernado algo más de tres años.

¿Y EN DÓNDE ESTÁ EL SOLDADO?

Luego se hace un recuento de las luchas políticas por ocupar el poder vacante, y de los problemas que se generaron debido a que Das Mariñas había prometido a varios ser su sucesor. Más adelante el doctor Antonio de Mora escribe:

Ese año no se envió ninguna nave a la Nueva España desde las Filipinas, porque el gobernador Gómez Pérez, antes de comenzar la expedición a las Molucas, había enviado allí los barcos el «San Felipe» y el «San Francisco,» que, a causa de las grandes tormentas, tuvieron que regresar, el «San Felipe» al puerto de Sebu y el «San Francisco» a Manila, y no podrían reembarcarse hasta el año siguiente. En Nueva España se sospechó que había problemas en las islas debido al no arribo de las naves, y las personas no sabían lo que realmente había sucedido; ni era posible en la misma época -en la ciudad de México- comprobar de dónde habían emanado las noticias. Esto se supo muy pronto en España, a través de la India, fueron enviadas cartas a Venecia, a través de Persia; e inmediatamente se designó un nuevo gobernador.

Más adelante Morga comenta la forma en que llegó a tener contacto con las Filipinas.

En el mismo año de noventa y tres en el cual Gómez Pérez murió en las Filipinas, el consejo después de consultar con su majestad, resolvió que la oficina del teniente-asesor en materias judiciales, que habían sido ocupada por Licenciado Pedro de Roxas desde la supresión de la Audiencia, se debía hacer más importante que antes para facilitar las materias; que el título de la oficina después de esto debía ser del teniente-general; y en materias judiciales su ayudante debía tener autoridad para oír casos con apelaciones que no excedieran del valor de mil ducados castellanos. Para esto promovieron al Licenciado Pedro de Rojas de la oficina del alcalde de México, y su majestad designó al doctor Antonio de Morga para tomar la última residencia, y la oficina del teniente-general de las Filipinas. En el curso de su viaje el último llegó a Nueva España en el principio del año noventa y cuatro, y encontró que no habían llegado las naves que, como arriba se dijo, no habían podido venir de las Filipinas. Además de la muerte de Gómez Pérez, otros acontecimientos que habían ocurrido, eran desconocidos hasta que la llegada de don Juan de Velasco, en el mes de noviembre del mismo año, en el galeón «Santiago,» que había sido enviado a las islas un año antes por el Virrey Don Luys de Velasco, con los suministros necesarios. Él trajo las noticias de la muerte del gobernador y de la sucesión a la oficina del hijo del finado, don Luys Das Mariñas. De inmediato se prepararon los hombres y las provisiones frescas para las islas y junto con muchos pasajeros y religioso de España, el doctor Antonio de Morga se embarcó en el puerto de Acapulco, en los galeones «San Felipe» y «Santiago,» con todo bajo su cargo. Él fijó la salida el veintidós de marzo del noventa y cinco, y llegó bajo buen tiempo al puerto de Cabit, el once de junio del mismo año. Él entró a su oficina de teniente-general, y comenzó a ocuparse de sus deberes y las otras materias a su cargo.

Hasta aquí lo más sobresaliente y que atañe a nuestra historia del soldado Filipino. Como se ve no hay ninguna referencia a tal soldado.

EL TESTAMENTO DE GÓMEZ PÉREZ DAS MARIÑAS

Tratando de salir de ese callejón sigamos el otro hilo conductor que nos proporciona Luis González Obregón. El cronista de la ciudad de México habla de la muerte del gobernador de Filipinas: don Gómez Pérez das Marinas Ribadeneira (que era su nombre completo). Este caballero era uno de los favoritos del rey Juan II. Señor de A Coruña y de As Mariñas y poseedor de una torre en Mesía.

El rey Felipe II le nombró sucesor del doctor don Santiago de Vera, quien había administrado la Audiencia de Manila desde 1584 y que, a su vez, fuera sucesor de don Diego Ronquillo (1580). Das Mariñas fue gobernador de Filipinas de 1590 a 1593, año de su muerte. Su hijo, don Luis Pérez das Marinas le sucedió en el cargo de 1593 a 1596.

Dato interesante. Algo poco común para su época, el Gobernador y Capitán General de las Filipinas escribió de su propio puño y letra su testamento registrado en Manila el 30 de septiembre de 1592, un año antes de su muerte. Escribe:

«»¦ disponer de lo que en este mundo (Dios) me encomendó que fue mucho más de lo que yo meresco dexandolo en la orden de placer concierto»

«Si Dios nuestro señor fuese serbido de llebarme de esta presente bida en esta ciudad de Manila mi cuerpo se deposite en el conbento de Santo Domingo della en lo alto de la capilla mayor al lado derecho del altar mayor».

«»¦ si me llevare Dios fuera del reyno de Galicia, después de gastado mi cuerpo se lleven mis huesos a Galicia y se entierren el conbento de San Francisco de la Villa de Vivero en la capilla mayor»¦ que si Dios me llevare en estas Islas y don Luys mi hijo fuere a España sin poder llevar mis huesos por no estar el cuerpo gastado o por otra causa, que dexe persona de cuydado e confianca que los aga de llebar de secreto por escusar costas y con costas o sin ellas quiero que se llieven».

También establece las honras fúnebres que le tributarán:

«»¦ ábito de Santiago y que allí esté depositado y sobre del una tumba cubierta e un paño de raso negro»¦ y que las fiestas principales este paño sea de terciopelo negro»¦ todas las misas cantadas e recadas que sea posible e por ellas se de la limosna ordinaria

«»¦ que el día de mi entierro y de las onras se bistan doce pobres a onra de los doce apostoles de la manera que pareciere a mis albaceas».

«»¦ primeramente nombro y señalo por heredero y sucecor en el dho. Vinculo a don Luys Pérez das Mariñas»¦ mi hijo legítimo»¦ para que lo aya e goce y herede todos los días de su vida e después de ella su hijo mayor varon siendo legitimo abido de legitimo matrimonio».

El escribano Jerónimo de Messa elaboró el protocolo notarial:

«En la Muy Noble y Siempre Leal ciudad de Manila de las yslas felipinas del Poniente; a treynta días del mes de septiembre de mill y quis.° e nobenta y dos años en presencia de los testigos aquí contenidos Gomez das Mariñas Caballero profeso de la Orden de Sant.° Gobernador e Capitan General en estas yslas por el Rey nuestro Señor, dio y entrogo a mi el presente escribano esta escriptura cerrada»¦ la cual dicho y declaro su testamento ultima e postrimera boluntad y herederos nombrados y donde a de ser enterrado y questa escriptura tiene trece foxas y al cabo firmado de su nombre»¦»

Dejemos por un momento a don Gómez Pérez e investiguemos otra fuente citada por González Obregón.

FRAY GASPAR DE SAN AGUSTÍN

Gaspar de San Agustín, nacido en 1650 y muerto en 1724 escribió las crónicas más duras, despreciables y críticas de la sociedad filipina. Para el religioso los habitantes de aquellas islas eran poco menos que animales. Critica su sociedad, tradiciones y costumbres, y el propio carácter del pueblo filipino. Su obra se publicaría en España hasta 1698.

Fundó varios monasterios de la orden de San Agustín, como el de Santo Cristo Milagroso en Apo Lakay; Sinaí, Ilocos Sur; La Virjen Milagrosa (Apo Baket) en Badoc, Ilocos Norte. También rigió varias parroquias, pero como era lógico y debido a su espíritu antifilipino, no duró mucho en ninguna.

Fray Gaspar de San Agustín escribió poesía e historia. Se le considera el primer estudioso de la gramática filipina. Escribió el Compendio de la Arte de la Lengua Tagala.

Como historiador, se le debe la obra Conquestas de las Islas Philipinas (1565 – 1615). En esta obra sigue los pasos del doctor Antonio de Morga, y cuenta de esta manera la llegada de los embajadores de Camboya:

«Casi por el mismo tiempo llegaron a Manila por parte del rey de Camboxa Embaxadores, el vno Portugués, nombrado Diego Belloso, y el otro Castellano, llamado Antonio Barrientos, que truxeron de regalo al Gobernador dos hermosos elefantes, que fueron los primeros que se vieron en Manila. El motivo de esta Embaxada se reducía a pedirle su amistad, y alianza, para que les diese socorro contra el Rey de Siam su vezino, que pretendía invadirle. Recibió el Gobernador Gómez Pérez Das Mariñas la embaxada con agrado, y el regalo que le traía; y como no se hallase con bastante gente para el socorro que se le pedía, despachó los Embaxadores, dándole al Rey de Camboxa buenas esperanzas: y correspondiéndole con otro regalo, se estableció buena correspondencia para el comercio entrambas naciones».

Pero en donde se aparta de la versión del citado Morga es cuando menciona, por primera vez, al soldado filipino:

«Es digno de ponderación que el mismo día que sucedió la tragedia de Gómez Pérez, se supo en México por arte de Satanás; de quien valiéndose algunas mujeres inclinadas a semejantes agilidades, transplantaron a la plaza de México a un soldado que estaba haziendo posta vna noche en vna Garita de la Muralla de Manila, y fue executado tan sin sentirlo el soldado, que por la mañana lo hallaron paseándose con sus armas en la plaza de México, preguntando el nombre de cuantos pasaban. Pero el Santo Oficio de la Inquisición de aquella ciudad le mando bolber a estas islas, donde lo conocieron muchos, que me aseguraron la certeza de este suceso…»

Esta es la primera y única versión original que menciona la extraña aparición en la Plaza Mayor de la ciudad de México. Fue escrita por un monje racista que nació 53 años después de que hubiesen ocurrido los supuestos hechos. No existe ninguna confirmación de otros cronistas españoles residentes en las Filipinas contemporáneos a la muerte de Das Mariñas. Mucho menos hay constancia en los historiadores de la Nueva España. Un suceso así debió cimbrar las entrañas de una sociedad colonial temerosa de la iglesia. No podía pasar inadvertido. Mucho menos por quienes guardaban de la pureza de las costumbres.

Continuará…


[1] Se refiere a don Luis de Velasco II, quien fuera el octavo Virrey de la Nueva España de 1590 a 1595.

[2] San Agustín y Argensola dicen que eran 250 chinos.

Dos informes, una caricatura

El ganador del Pulitzer (1966) Patrick «Pat» Oliphant, uno de los caricaturistas americanos más influyentes, publicó en 1967 la caricatura más famosa en el mundo de la ufología. Recién se habían publicado las conclusiones del proyecto de la Universidad de Colorado y Oliphant lo caricaturizó en un trabajo publicado por The Denver Post. En la caricatura aparecen tres investigadores enfundados en batas blancas. Están en el dintel de una puerta (hay un tablero en donde está escrito «Universidad de Colorado» y debajo se puede leer: «Departamento para el estudio nacional de los ovnis», y más abajo «Director Dr. E Condon»).

A la distancia se ve un plato volador del cual pende una escalerilla. En esa dirección van dos «marcianitos verdes» que llevan en vilo al doctor Condon, dejando tras de sí una estela de papeles.

En la parte inferior izquierda podemos ver otro científico de tamaño diminuto que le dice a Punk (un pingüino que era la marca de identificación en los dibujos de Oliphant): «Esto no debe saberse… ¿Qué sería de nuestras conclusiones?»

El primer científico en la puerta, el que lleva una regla en la mano, alza la voz y le aconseja al doctor Condon: «Â¡Tranquilo, doctor Condon! ¡Dígales simplemente que no cree en ellos«.

Ahora, casi cuarenta años después, se utiliza la misma caricatura para ridiculizar el informe Conding del Ministerio de Defensa (MoD) Inglés.

En esta caricatura han cambiado varias cosas. Sólo aparece el científico que lleva la regla en la mano, los «marcianitos verdes» y otro personaje que es abducido por los extraterrestres. El científico grita: «Â¡Manténgase en clama, sólo es una «˜bola de plasma»™!»

Eso era de esperar en un informe tan simplista como el reporte Conding. Aunque las críticas ya se habían tardado.

El soldado filipino (Primera parte)

EL SOLDADO FILIPINO. UN CASO DE OVNIS FANTASMAS Y APARECIDOS

Fue Morris Karl Jessup, un astrónomo profesor de las universidades de Michigan y Drake, el primero en mencionar el caso en relación con los OVNIs. Su libro The Case for the UFO, publicado en los Estados Unidos en 1955 y en México en 1956 recoge la leyenda escrita por Luis González Obregón. Para Jessup el caso es más que una leyenda: una realidad relacionada con los secuestros que llevan a cabo los tripulantes de los platos voladores. Jessup escribe en el segundo capítulo de la Tercera Parte de su libro:

«¿Teletransporte o secuestros?

Con motivo de deleite, nada se compara con la intriga de los incontables informes, verificados, de translaciones extrañas e instantáneas de personas, desde un lugar a otro, a distancias de muchos kilómetros.

En servicio de nuestros fines, debemos buscar una vez más la selectividad, y si es posible, alguna indicación de motivo. Puede ser que adscribamos esos fenómenos a caprichos de los habitantes del espacio. Por otra parte puede haber en ello un elemento de error involucrado. O quizá por razones inexplicables, los OVNIs escogen los objetos de su captura o secuestro y luego descubren tardíamente, que su selección no ha sido tan atinada como creían. De lo que hemos ya descubierto sobre la velocidad del movimiento y las bastas áreas que pueden cubrirse, no es del todo desechable pensar que una vez hecho el arrebato y descubierto el error, devolviendo lo secuestrado, los OVNIs han viajado tan grandes distancias, ¡que no pueden calcular la colocación del objeto (o persona) en el mismo espacio relativo! Puede uno preguntarse con certeza: pero si son inteligentes, ¿cómo no se dan cuenta de que no depositan su ex presa en el lugar de donde la tomaron? Puede ser, pero, ¿por qué habrían de preocuparse?

Estos pensamientos deben ser tenidos en cuenta mientras revisamos nuestro primer caso de teletransporte.

En la mañana del 25 de octubre de 1593 «“refiere don Luis González Obregón en «Las Calles de México»- apareció un soldado en la Plaza Mayor de la capital; un soldado vestido con el uniforme del regimiento que en aquellos momentos guardaba la ciudadela amurallada de Manila, en las Filipinas.

A la extraña presencia del soldado, se agregó el rumor de que su Excelencia Gómez Pérez das Mariñas, Gobernador de las Filipinas, había muerto. Un rumor muy precipitado, seguramente, pero que se desparramó por la ciudad como reguero de pólvora.

Intrigados sobre cómo un soldado había podido viajar más de quince mil kilómetros sin ajar siquiera el uniforme, las autoridades decidieron, sin embargo, meterlo en la cárcel como desertor de su regimiento filipino.

Las semanas pasaban y el soldado languidecía en prisión; lentas semanas, necesarias para vencer por barco la distancia entre las Filipinas y Acapulco y luego por mensajero, al través de las altas montañas hasta el Valle de México la distancia entre el mar y la capital»¦

De pronto, la Ciudad de México se estremeció con la noticia. Su excelencia, el Gobernador de Filipinas, había muerto, asesinado por una tripulación china amotinada frente a punta de Azufre, ¡poco después de salir de su isla domiciliar en una expedición militar contra las Molucas! Y más aún, había sido asesinado el mismo día en que el soldado filipino apareció en la Plaza Mayor de la ciudad de México.

El tribunal de la Santa Inquisición se hizo cargo del soldado. Éste no pudo declarar cómo había sido transportado de Manila a México. Dijo solamente que todo había sido hecho «en menos de lo que canta un gallo». Tampoco pudo decir cómo había sucedido que la ciudad de México se enterara de la muerte del Gobernador, aún antes de que lo supiera la propia ciudad de Manila.

Por orden del Santo Tribunal, el soldado fue regresado a Filipinas para posteriores investigaciones en el sonado caso. Testigos irrefutables salieron en su defensa, para jurar que el soldado había estado en servicio en la isla capital la noche del 24 de octubre, de la propia manera que quedaba probado que la mañana siguiente había sido aprehendido en la Plaza Mayor de México, a más de quince mil kilómetros de distancia.

¿Una leyenda? No, de acuerdo con los registros de los cronistas de la Orden de San Agustín y la Orden de Santo Domingo; tampoco de acuerdo con el doctor Antonio de Morga, alto magistrado de justicia en la Corte de los Criminal, de la Real Audiencia de la Nueva España, en sus «Sucesos de las Islas Filipinas».

El caso de este peripatético soldado, es uno de los que podemos ligar por ambos cabos al eje del teletransporte, si éste realmente existe. Podemos hallar desapariciones y apariciones inexplicables; pero de las que tenemos a mano, ninguna como ésta. Y parece que hay también muchas desapariciones discutibles. ¿Pero qué vamos a hacer con el caso de las apariciones? A mí me parece que hay en ellas una especie de segundo orden fenoménico, a menos de que puedan ser conectadas de alguna manera con sus correspondientes desapariciones en algún lugar. ¿Debemos admitir la posibilidad de secuestros por parte de los OVNIs?

EL PRIMER CRONISTA

Pero ¿qué había de verdad en lo publicado por el ufólogo americano? Ciertamente, algo.

Jessup había tomado la historia del escritor e historiador mexicano Luis González Obregón, quien había cultivado el género literario llamado «la tradición», iniciado por el peruano Ricardo Palma en 1872. La Tradición era una mezcla de verdad y de fantasía, de realidad histórica y de ficción novelesca. El género fue desarrollado en México por Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio, Juan de Dios Peza y el propio González Obregón.

José Luis Martínez nos explica, refiriéndose a González Obregón, que «Cuando relata la historia de la calle de Puente de Alvarado rechaza la leyenda del «salto» del conquistador y pone en su lugar los hechos que narran las crónicas antiguas y que son más fascinantes que la leyenda. La historia de amor de la hermana de los Ávila y las audacias de la Monja Alférez provienen de testimonios históricos. Y cuando González Obregón cuenta que los ángeles conducen a la horca a don Juan Manuel, o los lúgubres gemidos de La Llorona que atemorizaba la ciudad, o el viaje que emprende la Mulata de Córdoba en el navío que ha dibujado en la cárcel de la Inquisición queda explicito que recoge hermosas leyendas y tradiciones».

Luis González Obregón nació en la ciudad de Guanajuato, Gto., el 25 de agosto del año de 1865. Era bajito y muy delgado, de hombros encorvados y largos y espesos bigotes.

Poco se sabe de su infancia. Al cumplir dos años, sus padres abandonaron Guanajuato para ir a residir a la ciudad de México. Sus biógrafos mencionan su ingreso en la Escuela Nacional Preparatoria de la ciudad de México en 1880, en donde conocería a Ezequiel Chávez y Ángel del Campo que serían el núcleo del llamado Liceo Mexicano Científico y Literario, fundado en 1885, y al que luego se unirían Luis G. Urbina, Toribio Esquivel Obregón y Francisco A. de Icaza. El Liceo subsistiría hasta 1894.

Entre sus maestros de la preparatoria se puede destacar a don Ignacio Manuel Altamirano, miembro de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y uno de los héroes de la Reforma, quien tenía la cátedra de Historia de México. Altamirano influyó en la vocación de González Obregón impulsándolo en su carrera de historiador. Es por eso que sus primeros trabajos estuvieron dedicados a la Reforma y a la vida prehispánica, pero pronto se dedicaría a un trabajo de reconstrucción de la vida virreinal en la Nueva España, reuniendo antecedentes del movimiento independentista.

Colaboró en diversos semanarios y periódicos, pero sobre todo en El Nacional, en donde tenía una columna semanal dedicada a reconstruir el pasado anecdótico de la ciudad de México. Su primer libro Una posada, se publicó en 1886. Se trata de una recopilación de sus artículos en El Nacional a los que se añadieron prólogos para obras de amigos y compañeros suyos. De la misma forma nació México Viejo (1521-1821), en 1891.

Uno de sus biógrafos, Alberto María Carreño, contabilizó doscientos nueve títulos, entre libros, folletos, artículos, notas biográficas, prólogos y compilaciones. Entre los más importantes se encuentran: Don José Joaquín Fernández de Lizardi, el Pensador Mexicano (1888); Breve noticia de los novelistas mexicanos en el siglo XIX (1889); Reseña histórica de las obras del desagüe del valle de México (1902); Los Precursores de la Independencia mexicana en el Siglo XVI (1906); El capitán Bernal Díaz del Castillo, conquistador y cronista de Nueva España, biografía (1907); Don José Fernando Ramírez, datos biográficos (1907); Don Justo Sierra, historiador (1907), Don Guillén de Lampart, La Inquisición y la Independencia en el Siglo XVII (1908); Fray Melchor de Talamantes, Biografía y escritos póstumos (1908); México Viejo y anecdótico (1909); La Biblioteca Nacional de México (1910); La Vida en México en 1810 (1911); Cuauhtémoc (1914); Croniquillas de la Nueva España; Vetusteces (1917); Cronistas e historiadores (1936); y Novelistas mexicanos.

Pero sus obras más leídas fueron México viejo, Vetusteces y Las calles de México (1922), que lo colocarían entre uno de los principales historiadores de su tiempo. Las Calles de México es una continuación de México viejo al que añadió otras leyendas y tradiciones más antiguas.

En 1886 se le nombra director de El Liceo Mexicano, periódico científico y literario, órgano de la Sociedad del mismo nombre, cargo que ocuparía hasta 1892. También fue secretario de la misma sociedad. Ocupó el cargo de Jefe del Departamento de Historia en el antiguo Museo Nacional hasta el año de 1910. En 1911 fue designado director de la Comisión Reorganizadora del Archivo General de la Nación y posteriormente director de la misma, cargo que desempeñó hasta 1917. A partir de entonces fungió como Jefe de Historiadores, cargo que ocupó hasta muy cercana su muerte.

González Obregón ingresó a la Academia Mexicana el 26 de julio de 1914 y ocupó la silla número XI. El mismo año de 1914 fue designado Bibliotecario, por lo que tuvo la oportunidad de escribir la historia de la Biblioteca Nacional. Laboró en el Museo Nacional de Antropología e Historia y tuvo bajo su responsabilidad las publicaciones de la Biblioteca Nacional. Fue nombrado cronista vitalicio de capital mexicana.

De precaria salud, sufrió varias afecciones crónicas que lo llevaron a la vejez prematura, pero su principal desgracia consistió en la miopía progresiva, que durante los últimos años de su vida terminó en ceguera casi completa. Fue un duro golpe para un hombre cuyo quehacer cotidiano era investigar, leer y escribir. Pero continuó publicando algunos libros con recopilaciones de varios de sus trabajos. «Como las hormigas, estoy viviendo de lo almacenado», decía. No obstante, acudió a personas que con sentido del humor llamaba sus «lectores de cámara». Casi ciego, y después de haber vendido su rica y selecta biblioteca, murió en una vieja casa en la antigua calle de la Encarnación, llamada después primera de San Ildefonso, y finalmente rebautizada con el nombre del historiador. Don Luis González Obregón dejó de existir en la ciudad de México el 19 de junio de 1938.

La historia motivo de este estudio forma parte del libro Las Calles de México y se titula:

UN APARECIDO

Leyenda de la Plaza Mayor

I

Refrene su espanto el lector, pues no se tratará aquí de un alma del otro mundo, sino de un misterioso personaje que se apareció una mañana en la plaza principal de México, allá en el siglo XIV.

El aparecido, es cierto, vino del otro mundo, pero con su propia carne y huesos; caminó y no por voluntad propia, sin incomodidad ni fatiga, y en menos tiempo del que ha gastado la pluma para escribir estas primeras líneas.

En antiguos pergaminos hemos encontrado este acontecimiento poco conocido, y certificado por muy graves autores, insignes por su veracidad y teologías. Pero vamos al cuento…; esto es, a la historia.

Refiere el doctor Antonio de Morga, alcalde del Crimen de la Real Audiencia de la Nueva España y consultor que fue del Santo Oficio, en un libro que intituló Sucesos de las islas Filipinas, que en la plaza Mayor de México se supo por primera vez la muerte del gobernador Gómez Pérez Dasmariñas en el mismo día en que acaeció, aunque se ignoraba cómo y por qué conducto.

Ciertamente, en aquella época en que ni el cable submarino ni la telegrafía sin hilos aún se soñaban, fue sorprendente que en la misma fecha en que se verificó el suceso se haya sabido desde una distancia tan grande como es la que separa a México de las islas Filipinas.

El hecho al que alude el doctor Morga, de un modo tan superficial y misterioso, lo narran otros cronistas con claridad, aunque atribuyéndolo a medios sobrenaturales.

Cuentan que en la mañana del 25 de octubre de 1593 apareció en la plaza Mayor de México un soldado con el uniforme de los que residían en las islas Filipinas, y que el dicho soldado, con el fusil al hombro, interrogaba a cuantos pasaban por aquel sitio, con el consabido y sacramental ¿quién vive?

Agregan que la noche anterior se hallaba de centinela en un garitón de la muralla que defendía a la ciudad de Manila, y que sin darse cuenta de ello y en menos que canta un gallo, se encontró transportado a la capital de Nueva España, donde el caso pareció tan excepcional y estupendo, que el Santo Tribunal de la Inquisición tomó cartas en el asunto y después de serias averiguaciones y el proceso de estilo, condenó al soldado tan maravillosamente aparecido a que se volviese a Manila; pero despacito y por la vía de Acapulco, pues el camino era largo y no había de intervenir, como en su llegada, el espíritu de Lucifer, a quien se colgó el milagro del primer viaje tan repentino como inesperado.

II

Consta el suceso que hemos consignado en gruesos pergaminos escritos por muy reverendos cronistas de las órdenes de San Agustín y Santo Domingo, y la muerte de Gómez Pérez de Dasmariñas la refiere uno de ellos con pormenores que no carecen de interés.

Entre las naciones que más frecuentaban el comercio con los españoles en las Filipinas, se contaba la del Japón, la cual era apreciada tanto por su policía y política, cuanto por sus valiosos géneros y otras ricas mercancías.

Siendo gobernador de las citadas islas Gómez Pérez, recibió una embajada del emperador Taycosoma.

«Casi por el mismo tiempo «“dice fray Gaspar de San Agustín– llegaron a Manila por parte del rey de Camboxa Embaxadores, el vno Portugués, nombrado Diego Belloso, y el otro Castellano, llamado Antonio Barrientos, que truxeron de regalo al Gobernador dos hermosos elefantes, que fueron los primeros que se vieron en Manila. El motivo de esta Embaxada se reducía a pedirle su amistad, y alianza, para que les diese socorro contra el Rey de Siam su vezino, que pretendía invadirle. Recibió el Gobernador Gómez Pérez Das Mariñas la embaxada con agrado, y el regalo que le traía; y como no se hallase con bastante gente para el socorro que se le pedía, despachó los Embaxadores, dándole al Rey de Camboxa buenas esperanzas: y correspondiéndole con otro regalo, se estableció buena correspondencia para el comercio entrambas naciones».

Empero, Gómez Pérez reflexionó que aquella era la oportunidad para la conquista del Maluco. Envió al efecto un explorador, el hermano Gaspar Gómez, religioso de la Compañía de Jesús, y adquirió copiosas noticias de otro, el padre Antonio Marta, que residía en Tidore.

Resuelto a llevar a cabo su propósito, se proveyó de cuatro galeras y de varias embarcaciones, con el competente número de soldados, y con pretexto de impartir auxilio al rey de Camboxa, dejó a Manila el 17 de octubre de 1593, acompañado de personas notables y venerables religiosos.

La armada se dio a la vela en el puerto de Cavite el 19 del mismo mes y año.

En la punta de Santiago y el día 25, el viento del este estrechó a la galera capitana a abandonar a las demás, lo que obligó a Gómez Pérez a fondear en la punta de Azufre. Como la corriente de las aguas era impetuosa, había ordenado a los chinos que llevaba consigo que remasen con fuerza, y éstos que eran 250, alegando disgustos porque los había reprendido con severidad el gobernador, resolvieron robar la galera y las mercancías, y para ello matar a todos los españoles, con tanta mayor facilidad cuanto que los rebeldes eran muchos e iban armados. Tramada la conspiración, en la misma tarde se vistieron los chinos con túnicas blancas para distinguirse entre sí, y después de haber degollado a los españoles, en el mismo instante que salía Gómez Pérez Das Mariñas de su camarote, le abrieron por mitad la cabeza y su cadáver, junto con los de los otros, fue arrojado al mar, logrando los criminales, de tan pérfida manera, apoderarse de lo que codiciaban.

III

No faltan cronistas tan sencillos como severos, que digan que aquella muerte fue un castigo del cielo, que afirman que el gobernador Pérez Das Mariñas, durante su vida, no había caminado de acuerdo con el obispo de Manila, fray Domingo de Salazar, y que varias y repetidas disputas se entablaron entre los dos con motivo de los negocios del Estado y de la Iglesia.

Sea de esto lo que fuere, lo que sí atestiguan los ya mencionados cronistas, es que tanto en Manila como en México la muerte del gobernador fue anunciada por signos sobrenaturales.

Que en Manila, entre los retratos de los caballeros de las órdenes militares que existían en la portería del convento de San Agustín, había uno de Gómez Pérez, y que en el mismo día de su fallecimiento amaneció cuarteada la pared en que estaba pintado el retrato, en la parte que correspondía a la cabeza del gobernador, a quien, como se dijo, habían dividido el cráneo los asesinos.

«Es digno de ponderación -concluye fray Gaspar de San Agustín- que el mismo día que sucedió la tragedia de Gómez Pérez, se supo en México por arte de Satanás; de quien valiéndose algunas mujeres inclinadas a semejantes agilidades, transplantaron a la plaza de México a un soldado que estaba haziendo posta vna noche en vna Garita de la Muralla de Manila, y fue executado tan sin sentirlo el soldado, que por la mañana lo hallaron paseándose con sus armas en la plaza de México, preguntando el nombre de cuantos pasaban. Pero el Santo Oficio de la Inquisición de aquella ciudad le mando bolber a estas islas, donde lo conocieron muchos, que me aseguraron la certeza de este suceso…»

Ante semejante aseveración de un cronista tan sesudo, nosotros «no ponemos ni quitamos rey», y nos conformamos con repetir:

«Y si lector, dijeres, ser comento

como me lo contaron, te lo cuento».

EL SEGUNDO CRONISTA

Pero Luis González Obregón no fue el único en relatar esta historia. Su sucesor, don Artemio del Valle Arizpe, también la cuenta en Historia, tradiciones y leyendas de las calles de México. El libro fue publicado tan sólo tres años después de aparecer en México El caso de los OVNIs, de Jessup, en 1959. Es la continuación de Leyendas Mexicanas, de 1943.

Hijo de un gobernador del estado de Coahuila, Artemio del Valle Arizpe nació en la ciudad de Saltillo el 25 de enero de 1884. Los jesuitas fueron sus primeros mentores en el Colegio de San Juan. Cursó la preparatoria en el Ateneo Fuente y luego cursó la carrera de abogado en la ciudad de México. Siendo coahuilense representó como diputado en el Congreso de la Unión a un distrito de Chiapas, que sólo conocía de nombre. En 1912 viajó a San Luis Potosí en donde residió hasta 1919, año en que ingresó al servicio diplomático. Ese año parte a Madrid para servir en la legación mexicana en la Villa y Corte. En la península residió cinco años colaborando con la Comisión de Investigaciones y Estudios Históricos. También se desempeñó como diplomático ante Bélgica y Holanda.

Ejemplo es el nombre de su primera novela, publicada en 1919 y prologada por plumas del calibre de Luis González Obregón, Luis G. Urbina, Eduardo Colín, Amado Nervo, Enrique González Martínez, Rafael López y Enrique Fernández Ledesma. A ese libro le seguirían muchos otros:

Ejemplo (novela) (1919); Vidas milagrosas (1921); Doña Leonor de Cáceres y Acevedo y Cosas tenedes (1922); La muy noble y leal ciudad de México, según relatos de antaño y ogaño (1924); Del tiempo pasado (1932); Amores y picardías (1932); Virreyes y virreinas de la Nueva España (1933); Libro de estampas (1934); Historias de vivos y muertos (1936); El Palacio Nacional de México (1936); Tres nichos de un retablo (1936); Por la vieja Calzada de Tlacopan (1937); Lirios de Flandes (1938); Historia de la ciudad de México, según relatos de sus cronistas (1939); Cuentos del México antiguo (1939); Andanzas de Hernán Cortés y otros excesos (1940); El Canillitas (novela de burlas y donaires) (1941); Notas de platería (1941); Leyendas mexicanas (1943); Cuadros de México (1943); Jardinillo seráfico (1944); La movible inquietud (1945); Amor que cayó en castigo (1945); En México y en otros siglos (1948); La Lotería en México (1948); La Güera Rodríguez (1949); Calle vieja y calle nueva (1949); Espejo del tiempo (1951); Lejanías entre brumas (1951); Sala de tapices (1951); Fray Servando (1951); Coro de sombras (1951); Inquisición y crímenes (1952); Piedras viejas bajo el sol (1952); Juego de cartas (1953); Personajes de historia y leyenda (1953); De la Nueva España (1954); Papeles amarillentos (1954); Horizontes iluminados (1954); Engañar con la verdad (novela) (1955); Deleite para indiscretos (1955); Cuando había virreyes (1956); Gregorio López, hijo de Felipe II (1957); De otra edad que es esta edad (1957); Cosas que fueron así (1957); Historia, tradiciones y leyendas de las calles de México (1959); Santiago (1959); Memorias (historia de una vocación) (1960).

El 29 de agosto de 1924 la Academia Mexicana de la Lengua lo nombra Miembro Correspondiente; y el 2 de diciembre de 1931, Miembro de Número. Fue secretario de la Facultad de Filosofía y Letras (1934). A la muerte de Luis González Obregón, en junio de 1938, fue designado Cronista de la ciudad de México. Murió en esta ciudad el 15 de noviembre de 1961.

La versión de Artemio del Valle Arizpe se titula:

POR EL AIRE VINO, POR LA MAR SE FUE.

Leyenda de la Plaza Mayor, luego Plaza de Armas, hoy de la Constitución, llamada generalmente Zócalo.

Despertó la ciudad entre las voces graves, tímidas, alborozadas, solemnes, locuaces, de sus campanas innumerables. Campanas de conventos y de iglesias entre la diáfana madrugada, que purifican y lavan las almas con su serena frescura. Las gentes iban y venían afanosas por la Plaza Mayor. Iban a misa, salían de misa. Por el ancho canal que corría por un costado de Palacio calle del Agua y pasaba por frente a los portales del Ayuntamiento, para seguir por las calles de las Canoas, hasta doblar por detrás del convento de San Francisco, por ese canal venían los viejos bergantines ya con leña, ya con maíz, o con la carne para el abasto en que su asentista u obligado tenía abierta la carnicería en la Callejuela, costado del Ayuntamiento, pasado el puente de las Marquesoteras, y junto a la humeante Fundición de la Casa de la Moneda. Venían por el canal las lentas canoas cargadas de verduras, rebosantes de flores y con la melosa canturia de los indios que proponían sus mercaderías mirando con ojos dóciles y tristes. Junto al Puente de Palacio se bamboleaba, remeciéndose suave, la chalupa pintada por de fuera con fresca policromía de batea michoacana, y su interior suavizado con forro y cojines de damasco y con blandas catalufas, y en la que era llevado el virrey hasta las mismas puertas del Coliseo las noches de función.

La multitud que se revolvía por la plaza, bajo la gustosa tem­planza del sol, y, preocupada como andaba con sus diarios afa­nes, no había reparado en un soldado que, con arcabuz al hombro y ojos azorados, iba de un lado para otro y, de tiempo en tiempo, atajaba a alguno dándole un largo y sonoro: «¿Quién Vive?» Y después seguía derramando el extraño asombro de sus ojos por todo el ámbito de la plaza. Nadie le hacía el menor caso por creérsele un loco de apacible manía que andaba en los días en que la luna le estaba sorbiendo más el seso pero, de pronto, alguien se fijó, muy extrañado, en su traje: Ese uniforme no lo usaban los soldados de esta tierra. La persona que primero paró mientes en el comunicó su descubrimiento a otra, y esta a otra, y luego a otras más y todas, a su vez, extendieron pronto la voz de que andaba allí un hombre extraño, con cara de espanto y arcabuz al hombro, deteniendo a mucha gente con un «¿Quien Vive?» Y, al ver que no le respondían, se llenaba de azoro consternado.

Pronto, en torno del extraño soldado, se agitó un compacto corro. Los que estaban detrás hacían violentos esfuerzos para ponerse delante, y los de las primeras filas luchaban, desesperados, para no perder su buen lugar y seguir viendo de cerca a aquel hombre de tan singular pergeño y cara de terror, que andaba inquieto como buscando algo, lleno de afán angustioso. A las preguntas, muy repetidas, de quien era y qué había perdido, con las que todos lo cercaban, dijo ser un soldado de las Filipinas, y que en la noche pasada, estando de posta en una de las torres de la muralla que rodea a la ciudad de Manila, sintió, de pronto, como un desfallecimiento en el que se le anublaron los ojos, y que todo su ser se le desleyó en un desmayo, y que, cuando recobró su espíritu, estaba en esa ancha plaza que nunca había visto en su vida, y que ignoraba de qué barrio remoto era de Manila, pues en jamás de los jamases había puesto en ella los pies, lo que le extrañaba mucho, porque era viejo conocedor De todos los andurriales, ostugos y recovecos de la ciudad en la que hacia años vivía feliz con mujer e hija.

Pero, al asegurarle que estaba diciendo desatinos, grandes desatinos, pues no se hallaba en Manila, como él creía, sino en México, capital de la Nueva España, se quedó el hombre atónito, así como adementado, y cuando ya pudo hablar empezó a Jurar y a perjurar con vehementes palabras que el no decía embustes, ni tampoco era loco como, de fijo, pensaban que lo era, y que, por amor de Dios, rogaba que le creyesen que en la noche del día anterior estaba muy tranquilo haciendo su cuarto de guardia en la torre de San Eligio, de la muralla vieja, y que no atinaba a explicarse cómo le decían ahora que andaba por México, que bien sabía él lo distante que era de Manila, donde tenia mujer e hija en el barrio de quiapo. Y aun iba a añadir otras persuasivas demostraciones para afirmar más su dicho, cuando el apretado corro que lo circundaba se empezó a abrir con temor respetuoso, para dar paso a unos alguaciles de la Inquisición, que iban a aprehender al soldado filipino, que se dio preso sin chistar, más asustado que nunca. En la tétrica calesa verde se lo Llevaron con toda rapidez al sombrío, pavoroso caserón del Santo Tribunal de la Fe.

¡No faltaron almas buenas y piadosas! -¡ay! nunca faltan-, anhelantes de indulgencias para la salud de su alma, que fueran en volandas, bebiéndose los vientos, a referir a los señores inquisidores que en la Plaza Mayor estaba un soldado que, por artes del diablo, ¡Jesús nos cuide!, Había llegado a México en sólo una noche desde las lejanas Islas Filipinas.

Cuando estas piadosas y buenas almas vieron que se llevaron preso los temibles alguaciles a aquel pobre hombre, tal vez para que lo achicharraran pronto en una santa hoguera, un gran sosiego benéfico les entró en el pecho, junto con una cándida alegría, pues cumplieron un estricto deber de conciencia y, de fijo, que en la otra vida se les iba a conceder un lindo premio entre los cánticos de los querubines, por la grande y meritoria acción de haber denunciado a aquel individuo que, era indudablemente, tenía firmado pacto con Satanás, ¡Dios nos libre!, y, pensando en esto, se quedaban con los ojos vueltos al cielo en un divino arro­bamiento, buscando en él la señal anticipada que les confirmara el divino galardón. Las demás gentes se retiraron, asustadas, de la plaza, haciéndose mil cruces, pues algo habría de nefando en aquel hombre cuando la Santa Inquisición se lo llevaba a sus cárceles, en donde en una hoguera purificadora le iban a limpiar santamente el a1ma.

Y ante los hoscos y negros inquisidores repitió el soldado una vez, y muchas, lo que le había sucedido y, además, dijo que el 17 de este mes octubre 1593, había salido del puerto de Cavite el gobernador de las Filipinas don Gómez Pérez Dasmariñas, con ocho galeras llenas de soldados, dizque a auxiliar al rey de Camboja, quien le acababa de mandar una embajada con ricos regalos (¡regalos, regalos, a cuántos hombres buenos ha­béis hecho malos!), pidiéndole auxilio contra el rey de Siam, que se aprestaba a invadirle su reino; si bien se supo en Manila que el solícito gobernador no iba en socorro de su aliado, ni muchísimo menos, sino a conquistar Maluco para España; pero que, obligada la galera capitana, por vientos contrarios, a abandonar el resto de la armada, llegó a Punta Azufre de arribada forzosa y allí se sublevó la tripulación, que era de chinos.

Como estos chinos eran muchos, vencieron pronto a los españoles y degollaron después a los que salieron con la vida del sangriento combate. Eran venerables religiosos y personas de distinguida calidad, con arraigo en Manila, todos los que perecieron y que formaban el acompañamiento del gobernador Dasmariñas, a quien un desaforado tagalo de aquellos le abrió la cabeza hasta el cuello, de un formidable golpe de machete o kampilán, que dicen en su lengua, y, echando 105 cadáveres al agua, se fueron los sublevados mar adentro con la galera, vestidos ya de blanco, celebrando un extraño y complicado rito. Que estas malas noticias andaban ese día por la ciudad, y que toda Manila estaba consternada y de luto por la muerte de sus caballeros principales y de sus frailes más calificados, claros varones llenos de saber y virtudes; Y que él, de guardia en la torre de San Eligio, estaba pensando con pena en la suerte que habría corrido en ese desastre un alférez de su tierra, Antón de Peñaranda, que, a menudo, lo beneficiaba, generoso, con amplias dádivas de dinero, cuando le entró un gran desfallecimiento en todo su cuerpo, del que vino a salir aquella mañana en la plaza que le dijeron era la Mayor de México, y a la que no supo cómo llegó ni cuando, y en la cual lo habían aprehendido los alguaciles del Santo Tribunal.

Esto lo refirió una vez y lo refirió muchas veces el soldado en ese día, y después en varias audiencias subsecuentes a las que fue llamado a declarar. Pero, francamente, los señores inquisi­dores contra la herética pravedad y apostasía, no estuvieron nada bien en el desempeño de su delicado oficio, pues sólo echaron al soldado en un calabozo húmedo, estrecho, oscuro, hediondo, mas no le dieron ningún tormento, ninguno, ¡Señor! Ni una sola vez lo descoyuntaron, ni le retorcieron el cuerpo, ni le pegaron en los hierros candentes, ni le aplastaron los pies entre los torniquetes, ni le quebraron un solo hueso, ni el más pequeño, ¡caramba!, ni le desgarraron las carnes a azotes ni siquiera le hicieron tragar unos cuantos cuartillos de agua; nada, nada, sino que lo sentenciaron a que volviera a Manila, no ya con la violenta rapidez con que se trasladó a la Nueva España, en solo una noche, sino en el galeón que iba a zarpar en esos días del puerto de Acapulco. ¡Vaya una sentencia! ¡Para eso más valía que ni lo hubiesen aprehendido! ¡Lástima!

Se fue el soldado en el galeón de Acapulco, y cuando regresó la nao, pasados ocho meses largos, con su maravillosa carga de sedas, jades, porcelanas lacas y marfiles, se supo en México, por cartas y papeles impresos, que el gobernador de las Islas Filipinas don Gómez Pérez Das Mariñas, había tenido muerte airada en el mar, tal y como lo contó aquel extraño soldado que en la mañana del 25 de octubre, año que acababa de pasar 1593 apareció lleno de admirado espanto, con un arcabuz al hombro, en la Plaza Mayor, dando largos quienvives.

Continuará…