¿Quiere usted ir a la guerra?

Una opinión personal

¿QUIERE USTED IR A UNA GUERRA?

Por Héctor Chavarría

«En la guerra de la vida, lo que no me mata me hace más fuerte».

El hombre, paradójicamente, es el mismo ser que como especie produce pensadores como Bertrand Russell e individuos como Hitler. El hombre es una de las criaturas más débiles y cobardes del planeta y, a la vez, es la única que desata matanzas indiscriminadas. El problema del hombre -desde el punto de vista de la vida animal- es que piensa.

No hay guerra entre los animales irracionales, sólo entre los inteligentes, lo que lleva a pensar hasta qué punto es correcto el término «irracionalidad».

Pero eso, que lo decidan los filósofos, los lingüistas, etc. Nuestro tema es la guerra, la actividad más antigua de la humanidad, la única por la que el hombre ha mostrado una pasión invulnerable al tiempo. La guerra no pasa de moda, sólo se modifica, se arregla con colores brillantes, se viste de tecnología y se convierte -para comodidad de los usuarios-, en algo cada vez más fácil.

En los, a veces añorados tiempos antiguos, la guerra era una profesión de guerreros… no cualquiera podía ejercerla, se requería título y, a veces, linaje. Simplemente recuérdese a los guerreros japoneses, la casta samurái…

Pero, ¿qué tiene la guerra de atractiva? Algo, se dirá, tiene que tener desde que es tan antigua y ha sido practicada con tal devoción. Se dice que: es una escuela de carácter, que es una forma de selección «natural»… que es una muestra de temple; que es gloriosa y un largo etcétera. Pero, ¿es todo esto?

Vayamos por partes.

Allá por los años 60, a fines de la década, se estrenó -sin pena ni gloria- una película musical muy sui géneris, llevaba por título, si la memoria me es fiel: ¡Oh, qué bella guerra! y era una manifestación de cine netamente jipi… por supuesto, pacifista. En una de las mejores escenas los soldados son reclutados para combatir en Francia -se trata de la Primera Guerra Mundial- y los invita a la gran fiesta una mujer que de lejos se ve muy atractiva. Los hombres suben al escenario, cantando y felices, llenos de ímpetu patriotismo y; ya en el ejército, ven de cerca a la mujer que no es otra que la guerra: una vieja prostituta asquerosa, sucia y cubierta por capas y capas de maquillaje ya rancio.

Nuevamente surge la pregunta: ¿puede ser atractiva la guerra?

La respuesta queda a cargo de cada uno… cada quien puede pensar lo que desee de la guerra.

Los aficionados a lo vistoso hablarán de la belleza y marcialidad de los uniformes, de la ferocidad y virilidad que se esconde tras la tela camuflada… del espectáculo emocionante de los soldados marchando al son de vibrantes clarines; las armas relucientes, los vehículos blindados oliendo a pintura fresca, las banderas y estandartes, los guiones y las condecoraciones… rito militar.

¿Alguno de esos aficionados se habrá preguntado cómo queda todo eso después de la batalla? Intentemos una respuesta.

La tela camuflada no es antibalas, se rompe con suma facilidad y lo único que está después es la piel del usuario, la cual tampoco está blindada. Por consiguiente, cuando un proyectil supersónico toca a uno de aquellos elegantes soldados, el resultado es un asco. El soldado queda hecho una lástima.

Además las heridas duelen. Si el golpe es mortal instantáneamente, menos mal… pero generalmente no es así. En las películas los heridos dicen, ¡oh!, ¡ah!, en las historietas ¡auch! En la realidad los heridos emiten sonidos muy similares a los de un cerdo cuando lo están matando. ¿Alguien ha oído chillar a un cerdo? La verdad no es un sonido agradable. Además, en una batalla real, estos gritos suelen durar horas…

En el cine, lo más cercano a una guerra que muchos han visto, los muertos quedan en posiciones artísticas… si el héroe muere, lo hace con una sonrisa de valor y un cigarrillo en la mano. En la realidad los cadáveres quedan esparcidos en posiciones grotescas, con los intestinos de fuera -nadie dispara una bala explosiva a la cabeza, se tira al vientre-, hay brazos, piernas y todo tipo de pedacería humana regada. La sangre puede ser absorbida por la tierra, pero también suele coagularse antes y forma una pasta sobre la que se posan las moscas. Por supuesto tiene un olor peculiar y no es precisamente el de las rosas. Agréguese a esto las heces fecales, los orines, el sudor rancio, la descomposición de cuerpos…

Ese es el olor de ‘la guerra.

Además, a diferencia del cine, los muertos son reales, eran personas iguales a uno, pensaban, amaban, sangraban y sentían dolor. No podrán ya abandonar el «set», quedarán ahí para alimento de buitres y gusanos. Tras las líneas, unos niños, una madre o una esposa llorarán al que ya no regresa; tendrán la esperanza de que su muerte haya sido rápida… pero siempre existirá la duda acerca de si no habrá quedado ahí, destripado, inválido y chillando, durante tres horas o más antes de morir.

Lo más probable es lo segundo. Aquellos bonitos, potentes y recién pintados vehículos de combate terminan como chatarra achicharrada, las más de las veces con los ocupantes adentro. Entonces no huelen a pintura fresca sino a carne quemada y otras cosas.

Las armas relucientes no se portan en combate, todas las que se llevan son de color mate y las condecoraciones, salvo en las películas, nadie sería tan absurdo para cargarías.

Queda por analizar el valor, la gallardía…

Antes de atacar y salir de una posición es conveniente ir al baño para evitar que la incontinencia de esfínteres convierta el uniforme en una lástima… aun así no hay garantía. No hay valor en una carga, un ataque o una retirada; hay un miedo atroz que uno vence -eso sí es valor- porque no hay de otra. Pero, nadie es valiente con un balazo expansivo en el vientre. En casos uno grita, solicita una ayuda que posiblemente no llegará, reza y recuerda a su madre, si hay tiempo y el dolor lo permite, los mejores momentos· pasados de una vida que se escapa entre dedos crispados. Esa es la realidad de una guerra.

Nuevamente, entonces, surge la pregunta: ¿Hay todavía quién quiera ir a una guerra?

Seguramente no faltarán tontos, hasta la fecha no han faltado, de hecho abundan. Desgraciadamente son esos tontos entusiastas quienes obligan muchas veces a los pacifistas, que si conocen la guerra, a ir a pelear una.

Es cristiano dejar una bofetada sin respuesta, pero dejar que lo maten a uno gratis tiene otro nombre.

A fin de cuentas resulta más valiente, aunque no más vistoso, ser pacifista que soldado. En las décadas de los 60 y 70 los jipis, esos individuos chistosos, molestos, gritones y mal vestidos; solían colocar flores en el cañón del fusil apuntado hacia ellos. ¿Quién es más valiente, quien empuña el fusil o quien sostiene una flor?

«Una daga de combate debe sostenerse equilibrada en la mano, con la punta hacia arriba y los filos dispuestos… el golpe se da desde abajo, se punza y se empuja, se sigue empujando y se imprime movimiento rotatorio. Debe apuntarse hacia zonas blandas del cuerpo…» Así reza el manual de combate.

«»Se mira una flor, se acaricia, jamás se arranca. Si se tiene suficiente paciencia uno termina por volverse flor. La flor es el símbolo de la vida: paz y amor, hermano». Así reza otro manual.

El primero fue escrito con sangre, el segundo con notas musicales de guitarra eléctrica. Hay sobrevivientes del primer manual y sufren pesadillas cotidianas, los hay -bastantes todavía- del segundo y siguen -seguimos- cantando loas al amanecer y al atardecer, al mar y las montañas, a las mujeres y los niños.

Hay gente que muere y gente que, canta -nos mataron en Vietnam, en Camboya y en miles de lugares- se canta, se canta cada vez que se puede y a pesar del sabor amargo en la boca.

¿Quiere usted ir a una guerra? No cuente para ello con la generación de las flores.

Esa generación cree que el destino del hombre debe ser más luminoso.

Como un canto a la vida con la guitarra de Dylan…

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