Mitologías camperas
24 de noviembre de 2024
Por Guillermo David
Los griegos llamaron daimones al genio que puebla las potencias anímicas y da vida a la fantasía de los hombres; la versión cristiana los transformó en demonios. Vastas e innumerables han sido sus formas a lo largo de los siglos; la circunstancia argentina no desconoce esas creaciones.
Deidades familiares, la Chacona, el Zupay, la Luz Mala o el Curupira; la Telesita, el Kakuy, el Ivunche o Kai-kai Vilú, han inficionado los terrores de las generaciones desde épocas prehispánicas. Sus orígenes se pierden en la religiosidad indígena; si a veces aparecen recompuestas y mestizadas con fuentes orales hijas de la conquista y colonización, otras reconocen directamente su carácter alógeno, inmigratorio. Aunque algunas de esas entidades sobrenaturales se desdibujan y otras ganan en presencia, todas sus versiones se actualizan con cada nueva oleada civilizatoria sin que cese su pertinaz misterio.
Si las pasiones amonedan ficciones, los terrores acuñan ensueños ominosos que traman el vínculo entre la naturaleza, lo sagrado, y el mundo humano. El miedo es la mayor pasión compartida por la humanidad y ha suscitado imaginaciones -pesadillas siniestras, relatos previsores y leyendas protectoras- que organizan el mundo. Pero en la era de la tecnología las entidades que rigen el cosmos se han vuelto cada vez más abstractas, desangeladas. No obstante, la deriva que va de las teogonías hasta las ciencias no alcanza a desarticular la soberanía del mito sino que más bien lo brinda bajo nuevas formas. Pues si la vivencia del paisaje y sus misterios acoge ese numen que nos habitaba bajo la forma de monstruos a conjurar con rezos y ensalmos pero también con la creación de seres fantásticos que es preciso domar, ocurre lo mismo con las tribulaciones propinadas por la jungla urbana o los desiertos digitales. Figuras más o menos antropomorfas o ángeles y otras entidades sobrenaturales que rigen la naturaleza conforman un ámbito sacro que ha recibido el nombre de religión, mitología, superstición o simple fantasía, y alimenta las literaturas -y algunas de sus ramas, como la psicología- sin que su presencia se agoste. Presuntamente barridas por la modernidad, sin embargo resisten en el alma de los pueblos; los seres sobrenaturales que los milenios crearon -mitad humanos, mitad naturaleza, unidos en un todo sagrado- permanecen siendo parte de la cultura popular, que los blinda ante cualquier exorcismo racional.
El choque entre culturas ha producido articulaciones de todo tipo; la más dramática, naturalmente, es la guerra. Pero para que haya guerra la condición es la construcción del otro como un otro inasimilable, un ente tan distinto que provoca repulsas y conduce o justifica la muerte -la suya, y, acaso, la propia- en el conflicto. Todo lo que se contrapone a esa imaginación especular confiere identidad al grupo del que emana; se es lo otro de aquel otro al que se diseñó como contrario por ser diferente. Para arribar a esa instancia se le asignan a ese otro características que transgreden el límite moral de la propia cultura: la atribución de canibalismo e incesto han sido los estigmas máximos esgrimidos, infaltables a la hora de construir un enemigo de rigor. Junto al ejercicio de sexualidades consideradas aberrantes y la adjudicación de un vínculo con los muertos de carácter esotérico que los vuelve presencias vivientes, suele imaginarse al otro bajo la forma de entes humanos monstruonizados, con atributos físicos y costumbres atroces, o seres con aptitudes mágicas que los vuelven un peligro que debe ser exorcizado. Olvidado el origen histórico de esas ficciones, quedan repicando como un eco en las culturas, transmigrando y transfigurándose en el espacio y el tiempo.
Pero no solo los enemigos padecen el intento de domeñar su alteridad; los propios misterios de la naturaleza y del mundo de la vida social son motivo de relatos que atraviesan las épocas desafiando la razón humana. El ánimo desacralizador ha hecho que se buscase -en forma no del todo convincente- un vínculo directo entre los seres sobrenaturales y la trama de eventos y cosas que llamamos realidad. Así como el dragón es sin por qué, aquellas imaginaciones que admiten ciertas claves interpretativas poseen un plus que los vuelve no del todo comprensibles o al menos justificables.
Se ha dicho que la leyenda del Kakuy es la ficcionalización de la prohibición del incesto y el Pombero apenas disimula embarazos inexplicables, así como el Duende con su caricia de hierro es una simple invención de las madres para que los niños no vagabundeen a la hora de la siesta. Todo ello resulta bastante obvio, pero su carácter etiológico no explica sus rasgos más notorios, sobre todo el hecho de su personificación, a menudo absurda, tan acabada, singular y persistente. Ese misterio podría ceñirse al Lobizón, la Luz Mala, el Curupí o Chren-Chren; los siglos apenas le han agregado atributos y simplificado o ampliado las peripecias de sus leyendas, pero siguen atosigando a sus atemorizados narradores y eventuales lectores. Cabezas voladoras, muertos vivientes, humanoides con un solo pie invertido, entre otros prodigios, reproducen su enigma en cada nueva metamorfosis.
La antropología ha hablado de Tótem para referir al animal sagrado que es emblema de un grupo humano; la psicología de Tabú, indagando en las relaciones de parentesco, sus reglas, prohibiciones y transgresiones a castigar. Por su parte el folclore se ha resignado a consignar las variaciones sobre leyendas populares que reclaman claves interpretativas y ficcionales surgidas de aquel cruce. De esta deriva surge una trama textual que no cesa. Para poner dos nombres en el extremo del arco temporal de un siglo y de nuestro país: Ricardo Rojas y Adolfo Colombres. En tanto que el primero marcaba un hito con su Encuesta de 1921, mediante la cual recogió el imaginario popular de una época, al último le cabe el mérito de haber actualizado, en las últimas décadas, los saberes en torno de nuestras mitologías populares más insistentes.
La leyenda más pertinaz en la zona rural de la provincia de Buenos Aires es la Luz Mala, que es narrada en voz baja y aire grave una y otra vez en los fogones y en los ranchos, no sin temor reverencial y advertencias de todo tipo. He visto gauchos adustos temblar ante la narración escueta de una luz esférica que flota a escasa altura y se desplaza por las noches, llegando a perseguir al curioso. La rápida explicación a que se acude menta un alma en pena: el espíritu de un muerto que no recibió cristiana sepultura cuyo peligro solo puede neutralizarse mordiendo la vaina del cuchillo y propinándole una oración. Aunque algunos paisanos racionalistas la adjudican a la emanación de gases de los cuerpos de animales en descomposición que emiten una fosforescencia similar a los fuegos fatuos que el romanticismo alemán se encargó de propalar. Otros la vinculan al fenómeno meteorológico de las centellas: bolas de fuego que las tormentas eléctricas hacen circular lentamente por los alambrados, que este pasmado cronista vio en más de una ocasión en el campo.
Probablemente mixturada con fuentes europeas, la Luz Mala reconoce el antecedente del Anchimallen mapuche. Según la creencia, son frías llamas iridiscentes suspendidas en el aire que acarrean malos augurios, por lo general la muerte de alguien. Algunos relatan que su presencia es anticipada por el llanto de niños, cuya forma asumen; esos trasgos siniestros se meten entre las patas de los caballos y tienen el poder de dejar atontada a la persona que los ve, incluso llega a producir ceguera o tartamudez. Sin embargo, hay un modo de domeñar su poderío alimentándolos con leche y miel, por lo cual se tornan guardianes de los rebaños acechados por depredadores. Pero si se manifiestan como llamas de color rojizo, la muerte de alguien importante es inminente. En ese caso se adjudica su influencia infausta al dominio de un Kalku, un brujo maligno, que le dio vida al Anchimallen con los huesos de un niño que emite un llanto lastimero mientras es vuelto a la vida con sangre humana. En ese caso, solo una potente machi es capaz de revertir el suceso. Dado su poderío, algunas personas codiciosas los atraen con comida para volverlos sus aliados.
El alma en pena también puede manifestarse bajo la forma de un aparecido, el muerto que vuelve a la querencia a reclamar sosiego. Algunas veces se trata de un bebé muerto que los paisanos encuentran en los caminos y al levantarlo les ataca la yugular. Otra de sus formas terroríficas es la Chacona, una mujer fantasmal que, amortajada, monta por las noches en la grupa del caballo de los jinetes distraídos y les succiona la sangre hasta matarlos sin que lo adviertan. Gracias a ese berretín sangriento huestes de gauchos fantasmales pueblan la llanura vagando sin rumbo en busca de sus almas. Estos relatos anclados en el alma popular amalgaman en el temor compartido la pasión ominosa que trama nuestro vínculo con los muertos, una comunidad de dobles corpóreos que replica la vivencia fundamental de nuestro tránsito fugaz por en el mundo.
Si lo que sustancia las naciones es la fe de los ciudadanos que coinciden en adscribir a una identidad basada en entidades más o menos abstractas -llámense, por caso, la Patria, la República o la Revolución-, suficientes para conducirlos al sacrificio y, en menor medida, a la felicidad colectiva, cabe reflexionar sobre los modos de reconocerse parte de un mismo cuerpo social. Además de estar basada en memorias históricas más o menos compartidas, signadas por tragedias y venturas, esa creencia en la nación que los constituye convive -y acaso se funda- en los múltiples cultos locales o regionales que le dan sustento. Habitados por relatos, sucedidos, fábulas, cuentos, leyendas y mitos anudados a seres sobrenaturales, son parte de la trama vital de las identidades colectivas que resiste los cambios de época y hace que sigamos imaginándonos parte del alma de un país con sueños y pesadillas comunes.