Uno de los aspectos más atractivos del mito OVNI es el de la morfología de sus presuntos tripulantes. Recuerdo haber leído en algún libro de John Keel sobre un caso ocurrido en Venezuela, creo, donde un alienígena con forma de ameba aparecía en medio de una carretera para asustar a dos viajeros, en plena selva. Y si no tienen forma de ameba, son bestias peludas parecidas a Pie Grande o sujetos con mentones tan pronunciados que se tornan imposibles. Y cuando no están vivos, son sus cadáveres los que nos recuerdan que ellos están aquí. Ahí tienen ustedes esqueletos de extraterrestres, momias marcianas, fotografías que atestiguan que estuvieron, pero que justo cuando había que comprobar la veracidad de las denuncias, se iban, desaparecían, se desvanecían. O, mejor aún, los «hombres de negro» hacían su papel en este cuento.
Luis Ruiz Noguez tiene un amplio conocimiento sobre el tema que nos convoca. Sabe perfectamente que los «hombres borrego» no existen, y sin embargo puede maravillarnos con la demencial historia que subyace a ellos. Seguramente, como muchos de sus lectores, se maravilló ante la posibilidad de encontrarse ante una uña extraterrestre, y se retorció de la risa cuando descubrió que era en realidad una babosa seca. Es probable que haya recuperado su fe en la existencia de vida más allá de la Tierra (por el momento es sólo eso: fe) cuando se topó con los cráneos de alienígenas cíclopes, y volvió a asfixiarse de la risa ante la realidad: Photoshop, bromistas, amalgamas de huesos.
Sé que estoy adelantando parte del contenido de este maravilloso trabajo, pero créanme que no importa. Las historias se sostienen por sí solas, aunque el final ya haya sido narrado cien mil veces. Porque es así: estas historias siempre tienen el mismo final.
La primera vez que yo vi un garadiávolo fue en la portada del libro «El enigma de las extrañas criaturas», de John Keel. Las comparé con unas imágenes que habían sido publicadas en un diario chileno. Y eran iguales. En la inocencia de la infancia supuse que si eran idénticas ambas escenas, los extraterrestres ya estaban acá, invadiéndonos silenciosamente, sin que las autoridades nos informaran de nada. La segunda vez que vi un garadiávolo fue en un libro de Luis Ruiz Noguez y descubrí la verdad. Para no volver a contar el final, sólo diré que esos alienígenas que emocionan a ciertos ufólogos son en realidad obras de dementes que son capaces de destripar a un pobre animal para que los adoradores de los ET se queden contentos.
En su tercera entrega de «Extraterrestres ante las cámaras«, Ruiz Noguez nos deleita con su humor corrosivo y también nos invita a preguntarnos qué lleva a determinadas personas a creer en historias tan increíblemente improbables. Porque acá tenemos desde un pájaro culebra con colmillos hasta indígenas que copulaban con seres del espacio, pasando por cráneos de tiburones hechos pasar por cadáveres extraterrestres. Todo ello narrado con soltura por un tipo absolutamente informado sobre lo que escribe, una de las autoridades más grandes del tema que tenemos en América Latina.
Este libro no es sólo sobre fotos de alienígenas. Es también sobre el comportamiento de las personas que creen en ellos, que son capaces de inventarse las historias más rocambolescas con el afán de convencernos a todos de sus locuras, con la secreta esperanza de aparecer en los diarios y en la televisión contando sus maravillosas aventuras.
Es también sobre lo hermoso que es el trabajo de desentrañar misterios, pues de eso se trata todo esto. No de quitarle la magia a la vida, como podría quejarse algún advenedizo, sino de descubrir que la magia está justamente en lo simple, en lo fácil que es engañarse a sí mismos. La magia está en la vida misma, no en la búsqueda de historias fuera de nuestras fronteras.
A veces el comportamiento delirante de los extraterrestres, como robarse la sangre de una ambulancia o dejar caer a sus bebés desde sus veloces máquinas intergalácticas, es más bien el reflejo de nuestra propia locura.
Que las entidades más brillantes del universo sean, finalmente, tan poco inteligentes, por decirlo de forma sutil, habla millones no sobre la inexistencia de vida inteligente en el universo, sino de las dificultades que a veces hay para encontrar vida razonable en nuestro propio planeta.
Diego Zúñiga
Santiago de Chile
Septiembre de 2009
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