CAPÍTULO 2
UNA INVITACIÓN A COMER
Llevaba tres meses en casa y habían pasado casi seis desde mi encuentro inicial con el desconocido y empezaba a pensar que se había olvidado por completo de mí, cuando el martes de la segunda semana de diciembre recibí una carta firmada Xretsim en la que me pedía que nos viéramos en el vestíbulo del Hotel McAlpine, a las 12:30, el sábado siguiente y almorzáramos juntos. El corazón me dio un vuelco al leer y releer aquella carta. Parecía que el sábado no quería llegar nunca, pero cuando por fin llegó, yo ya estaba arreglado y listo para salir a las ocho y media de la mañana, aunque mi tren no salía hasta las once. Mi madre comentó que debía de tener una cita muy especial.
Tenía un poco de miedo de acordarme de su cara. Entré en el vestíbulo cuando se acercó a mí con la mano extendida y el saludo de: “Sin duda tiene usted un aspecto muy diferente al de la primera vez que nos vimos”, que se hizo eco de mi propio pensamiento, dudando mucho de si le habría reconocido con el traje convencional, camisa blanca y corbata. Primero le pregunté la pronunciación de su nombre y le pregunté por sus lesiones. Con una risita maliciosa, me respondió: “De momento, llámame Zret. En el futuro lo averiguarás”. Gracias a tu oportuna intervención con los primeros auxilios, la pierna y yo estamos bien”. Tenía un millón de preguntas en la punta de la lengua mientras nos sentábamos a la mesa, pero la mayoría se quedaron en el tintero, ya que él se ganó buena parte de la conversación sobre el viaje, mi trabajo en el colegio, mis actividades, mi ambición, etc. Me dijo que había comprobado nuestro avance hasta Ottawa para asegurarse de que estábamos bien. Aclaró el misterio de la noche en que vi su avión, explicando que estaba pescando en la orilla opuesta cuando montamos el campamento y que pudo ver mi silueta por el resplandor de las brasas cuando se detuvo para saludarme.
Después de comer me dijo que no tendría noticias suyas en los próximos dos o tres meses, pero prometió un concurso de pesca el primer sábado agradable de primavera. La tónica general de la conversación fue un poco decepcionante, pues yo tenía muchas ganas de saberlo todo sobre su avioncito, dónde vivía y sus actividades. Me di cuenta de que evitaba a propósito que le diera información sobre sí mismo, aunque de algún modo percibí un fuerte vínculo mutuo entre nosotros. Cuando se marchó, se volvió con una mirada cómplice y dijo: “Con el tiempo, todas tus preguntas sin respuesta tendrán respuesta, porque de todos los hombres de este planeta, tú eres mi vida. Este hecho sobresaliente es inolvidable”. No pensé que hubiera hecho algo tan grande hasta que supe más tarde lo cerca que estuvo del abismo de la muerte, sin un atisbo de esperanza, aquel fatídico día.
Recibí un paquete, justo antes de Navidad, que contenía una hermosa caña de pescar, carrete, sedal y un surtido de moscas y bichos para la lubina, con una tarjeta. No fue sino hasta finales de abril que llegó una nota para encontrarme con él en la estación de ferrocarril a las 5:00 a.m. del sábado, para la prometida expedición de pesca. Sabía que era un deseo desesperado esperando que fuera un viaje en su avión. Pero, al igual que el equipo de pesca que envió por Navidad, se reunió conmigo en un automóvil reglamentario mientras nos dirigíamos al lago Mahopac, en lo que resultó ser uno de los encuentros memorables de mi vida.