Marcianitos Verdes
Por Cristina Martín González (Kelpie)
Sentada en el porche de mi casa observaba cómo el sol se escondía entre las montañas, entonces me quedé pensando: «Joder, tampoco soy tan fea como para que hasta el sol se asuste de mí, bueno a lo mejor si». No sé a qué era debido pero mi cuerpo se sentía extraño, era como sí alguien de fuera lo estuviese controlando, pensé esto al verme de pie bailando y cantando como una posesa la canción de los Caños, cuando ni siquiera me la sabía. Entonces lo comprendí, allí estaba él, de pie, mirándome fijamente a los ojos, era E.T., señalándome con su largo dedo me decía «mi casa», a lo que yo respondí con una pregunta: «¿Cómo que tu casa?».
E.T.: «Mi casa».
Yo: «Qué casa ni que cojones, esta es mi casa, enano verde de mierda».
E.T.: «Mi casa, mi casa, mi casa».
Yo: «Â¡Ah! que quieres ir a tu casa, ven majo que yo te ayudo», le arreé tal patada que creo que no tuvo problemas para encontrar su objetivo.
Mi mal temperamento hizo que malas cosas sucedieran después. Como por arte de magia me autotrasladaron a una nave espacial, sí, me habían abducido, delante de mí había cientos de bichos verdes, señalándome con el dedo y gritándome: mi casa, mi casa; era insoportable. Les exigí hablar con su mando y aceptaron; a ese le iba a cantar yo las cuarenta. Me llevaron a una especie de despacho (todo como muy futurista), cual fue mi sorpresa al ver que su líder era… Rafael, si, si, el de las poses raras que se dedica a fastidiar canciones de Héroes del Silencio. Eso, silencio, calladito se tenía que haber quedado. Bruscamente me dijo que por haber dañado a uno de sus súbditos tendría que pagar, pregunté cuál sería mi castigo, mas entonces focos de luces de todos los colores aparecieron de la nada, sonaba la música, sonó, claro que sonó, una puñetera hora, escuchándole cantar «Maldito duende» una y otra vez; enanos verdes (no me refiero al «artista» en sí) alrededor de mí bailando en plataformas ligando con las gogos, que no eran nada menos que etes con pelucas de colores. Quise escaparme de allí, gritar pero no podía, sólo pedía que la tortura llegase a su fin, pero era interminable, insoportable. Caí desmayada al suelo aún gritando y pataleando.
Desperté sentada en el sofá más cutre que te puedas imaginar, suspiré, por fin estaba a salvo en mi casa; mi mano derecha sostenía una botella de Coco Loco (Malibú barato), me había quedado dormida a la hora de la comida y me estaba perdiendo mi serie favorita!!! Encendí la tele y puse «Los Rangers de Texas»; me acerqué la botella a los labios: ¡dulce manjar! Y acordándome de aquella chiquilla, Dorothy y su perrito Totó mencioné: «No hay nada como el hogar».
Agradezco a Cristina su autorización para publicar este cuento tan divertido.