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Viaje aVenus en un plato volador. La increíble historia de Salvador Villanueva (8)

VIAJE A VENUS EN UN PLATO VOLADOR

YO ESTUVE EN EL PLANETA VENUS (TERCER ACTO)

Más arriba comentamos que Villanueva había tenido otro encuentro con los extraterrestres. Esta vez se había dado justo en plena Ciudad de México. El siguiente es el relato de ese encuentro poco conocido y nos ocupamos de él aún antes que se haya presentado el Segundo Acto:

«Este negocio lo monté a sólo cien metros de don­de vivía, cuando tuve una nueva experiencia con los espaciales.

«En una ocasión en el mes de agosto de 1965, se paró frente a la entrada del taller un coche Mercedes de color negro brillante. Estaba al volante un individuo que portaba uniforme del ejército mexicano y lle­vaba en el hombro derecho tres pequeñas barras de metal que lo acreditaban como capitán.

«Como era mi costumbre, me acerqué para pre­guntarle si podía servirle en algo. Como el hombre ni siquiera me tomó en cuenta, me puse a observarlo. Sus facciones eran como las de nuestros viejos an­cestros, habitantes naturales de México.

«Era moreno. Su pelo estaba pulcramente recor­tado alrededor de las orejas, su gorra militar colo­cada correctamente y pude observar que las venta­nas de su recta nariz temblaban ligeramente como si estuviera nervioso.

«Observando a este hierático militar, que me re­cordaba a los guardias del Castillo de Chapultepec cuando la disciplina militar era férrea, no se me ha­bía ocurrido mirar al asiento trasero donde dos per­sonajes me miraban curiosos y risueños.

«Eran pequeños y de hermosas facciones. Sus ojos brillantes y el color marfilino de su piel trajeron a mi memoria aquella escena que tuvo lugar años atrás en la carretera a Laredo, donde conocí a dos personas con sus mismas facciones.

«Sólo que en esta ocasión las personas a que me refiero traían el pelo recortado igual que el militar que estaba al volante del Mercedes.

«Vestían elegantes trajes color azul claro, pero haciendo caso omiso de las nuevas características del traje y corte de pelo, las facciones eran las mismas de los dos hombres que me invitaron a la nave en la carretera a Laredo. Por un momento me quedé absorto, contemplándolos como hipnotizado, tratando de reconocerlos, pero como mi familia y yo había­mos sufrido tanto a consecuencia de aquella experiencia, al parecer yo estaba traumado y por un mo­mento sentí un estremecimiento a lo largo de mi co­lumna vertebral.

«Traté de alejarme del coche, pero sólo caminé unos pasos hacia la entrada del taller cuando una fuerza misteriosa me hizo volver al coche, esta mis­ma fuerza ya la había sentido antes, cuando en aque­lla ocasión memorable, caminaba tras ellos, rumbo al lugar donde tenían estacionada su nave.

«Descubrí que a ellos no se les pegaba el lodo del camino en los zapatos. En cambio los míos y hasta las piernas del pantalón, iban sucios de lodo.

«Así que cuando sentí esa sensación, volví, me aso­mé de nuevo al interior del coche y uno de ellos, triunfante, me dijo ¿Nos recibes aquí en tu taller o nos llevas a tu casa?

«Por un momento dudé, pero recordé que entre el taller y mi casa había a esas horas gran cantidad de vagos, de los que se pasaban el día jugando y mo­lestando a todos los que tenían necesidad de pasar cerca de ellos y de paso me recordé que dentro de mi casa estaba mi suegra, una anciana culta, inteli­gente y de mente abierta, que siempre apoyó mi de­cisión de publicar todo lo referente a mi experien­cia, así que les dije a mis visitantes que fuéramos caminando a mi casa. Ellos aceptaron y cuál no sería mi sorpresa al ver que aquellos vagos ni siquiera nos miraron y mi suegra sólo contestó el saludo, sin darles importancia. Empezó a revolotear en mi mente la idea de que estos seres aparecían a los ojos de los demás como querían, pues era curioso que ni mi suegra ni ninguno de los vagos que formaban el grupo hubieran advertido la diferencia física que había en­tre mis acompañantes y yo.

«Los pasé a una pequeña sala donde sólo había dos modestos muebles, un sofá y un viejo sillón.

«Les indiqué el sofá en el que tomaron asiento y yo me senté en el sillón.

«Yo no tenía nada que preguntar. Ni siquiera sa­bía cómo iniciar una conversación. Fueron ellos los que la iniciaron empezando por felicitarme por haber logrado establecerme por mi cuenta, diciendo que estaban contentos de mi éxito y me aseguraron que se­guiría progresando, pero que debía mantenerme fir­me, ¿Firme, pensé, pero sobre qué? No atiné a pre­guntarles, pues como la vez anterior me mantenía expectante en su presencia y no lograba abrir la bo­ca.

Héctor Escobar Héctor Escobar Sotomayor.

«Por fin, de seguro para confundirme o para ha­cerme sentir su superioridad, o bien para hacerme entender que no me habían llevado a ningún planeta que no fuera este mismo[1], al que llamamos nuestro y que al final vamos a descubrir que es de ellos y que nosotros no somos más que descendientes de huma­nidades venidas de otros mundos, lejanos o cercanos.

«¿Por qué tratar de ignorarlo? Quizá ellos regu­lan la población humana igual que nosotros nos da­mos el lujo de regular la de algunas especies de animales. ¿O no les parece sospechoso que de repente un individuo trastornado en su siquismo, engreído y estúpido, se apodere de la mente de millones de humanos y los lancé unos contra otros en una espan­tosa carnicería y destrucción material?[2]

«Pues bien, de repente uno de ellos me preguntó a quemarropa si recordaba a alguien con cariño, a al­guien que hubiera significado mucho en mi vida. Inmediatamente vino a mí la imagen de mi madre muer­ta hacía diez años y la de mi padre, al que había perdido cuando era niño, pero que dejó su fuerte per­sonalidad saturando todo mi ser. Cuando esto pasó, en vez de mis entrevistadores vi a mi padre y a mi madre frente a mí, tal como yo los había conocido y admirado. Por un momento creía haber dejado de existir, ya que no entendía lo que estaba pasando.

«Caí de rodillas en el mismo momento en que mis padres desaparecían para aparecer otra vez mis hués­pedes, que ante mi consternación se apresuraron a aclararme que sólo querían que viera lo fácil que es retroceder en el tiempo o vivir en el futuro y para volver más mi cerebro en la confusión me dijeron: Ahora te vamos a llevar a dar un paseo por el futuro de tu patria, vamos a ir a zonas que progresarán en poco tiempo y serán el nacimiento de una gran na­ción. Cierra un poco los ojos… Así lo hice y cuan­do los abrí no estábamos en la sala, ni sentados en mis destartalados muebles, estábamos en aquella nave maravillosa en que nos levantamos allá cerca de Ciu­dad Valles. Yo estaba mudo de asombro y tampoco atinaba a comprender lo que estaba pasando ahora, pero mi mente estaba lúcida y empecé a tratar de recordar para encontrar un paralelismo entre esta vi­sión que estaba viviendo y la que viví la vez anterior y encontré que la diferencia era absoluta».

YO ESTUVE EN EL PLANETA VENUS (SEGUNDO ACTO)

Ahora regresemos al libro de Villanueva y vallamos al Segundo Acto de esta obra. Acto que nos habíamos saltado para conocer un poco más sobre la vida de este contactado. Nuevamente adelantemos algunas páginas y vallamos a la parte medular del relato. La parte en que regresa a la Tierra y desciende del platillo.

«XI

«¦

«Bajamos lentamente, hasta sentir que habíamos tocado tierra. Mis amigos me hicieron prometerles que la experiencia que me habían concedido la daría a conocer en todas partes y por todos los medios a mi alcance y fue entonces cuando les advertí que mi preparo intelectual era nulo y ellos me prometieron su ayuda.

Villanueva12MV Dibujo de las calles de Venus, basado en la descripción de Villanueva.

«Momentos después me encontraba corriendo hacia la carretera, pues ellos me dijeron que mientras no me alejara lo suficiente no podrían elevarse porque ponían en peligro mi vida.

«Cuando llegué al borde de tierra dirigí la vista al lugar, esperando ver cómo la nave se elevaba; pero esta se mecía majestuosamente a unos 500 metros de altura, como despidiéndose de mí. Luego dio un tirón tan fuerte que desapareció de mi vista, pudiendo localizarla cuando solo era un pequeño óvalo de seis o siete pulgadas.

«De nuevo mi mente se volvió confusa. Fijé mi vista en las piernas de mi pantalón y estaban completamente limpias, lo contrario de como quedaron al atravesar el lodazal 5 días[3] antes en que atravesamos desde la carretera hasta la nave. Estuve un buen rato reconociendo el terreno y cavilando sobre aquella fantástica aventura y, cosa rara, estaba seguro de que todo el mundo me creería cuando la contara, ya que podría contestar cuanta pregunta me hicieran relacionada con este fantástico viaje. Sólo me intrigaba cuánto tiempo había pasado[4].

«Vi venir un coche en dirección al sur, crucé la carretera y sin atreverme a pararlo éste se detuvo frente a mí. Dicho coche traía placas del Estado de México y estaba ocupado al parecer por una familia. Venía al volante un señor gordo; a su lado una señora bien vestida y atrás dos jovencitos[5].

«El señor me preguntó que sí iba al pueblo subiera, que me traería. Pensó el hombre que yo sería de por allí, y como traía dificultades con el motor creyó que le podía indicar algún taller mecánico; pero yo desconocía el pueblo y sus moradores. Me limité a aconsejarle que nos paráramos en la primera gasolinera[6]. Allí tuvimos la suerte de encontrar un mecánico petulante y medio ebrio, que inmediatamente pronosticó el desperfecto, engatusando al dueño del coche para que lo siguiera, puesto que éste manejaba una carcacha. Yo me quedé en la gasolinera. Poco después llegó en la misma dirección un gran camión de carga a cuyo chofer le pedí que me trajera. El hombre que lo manejaba accedió a traerme pues se dirigía a la Ciudad de México. Por mi parte me sentía rebosante de optimismo. Recordaba perfectamente todos los incidentes del viaje y estaba seguro de que nadie me confundiría. Le pregunté al compañero qué día era. Al contestar me dirigió una mirada, con cierta mezcla de extrañeza y de burla; pero venía yo tan optimista que no le di importancia. Hice cuentas de los días que llevaba fuera de mi casa y me dispuse a contarle a mi compañero mi aventura.

«Me oyó calmadamente, sin dejar de dirigirme miradas de desconfianza, quizá pensando que estaba loco; pero que era un loco pasivo, sin peligro. Por fin, cuando estuve seguro de que no corría ningún peligro en mi compañía y que le había inspirado la confianza necesaria, me dijo:

«-Mira, hermano, la hierba es mala cuando uno la fuma pura. Ya verás cuando la guisas[7]. Si te contara lo que he visto, te quedarías maravillado. Aquello me apenó. ¿Sería verdad que aquel hombre pensaba que yo estaba mariguano? Así que todo el trayecto me lo pasé dormido[8], pues de repente vi con claridad la magnitud de mi experiencia y perdí todo deseo de hacerla pública. Pero recordaba la promesa que había hecho a mis amigos de hacer pública la oportunidad que ellos me habían proporcionado, así que de allí en adelante tenía que luchar para vencer aquel complejo que echó profundas raíces cuando se la conté al compañero chofer que me trajo. Fue por esta causa que durante año y medio no lo conté a nadie y solo me arriesgué cuando se empezaron a leer con frecuencia en los periódicos relaciones de personas que aseguraban haber tenido oportunidad de admirar estas fantásticas naves espaciales.

«Como decía al principio de este libro, he pasado tantos sinsabores desde que me decidí a contarlo que he acabado por considerar increíble la aventura y justificar a las personas que se burlan de mí, pues tienen derecho a no creer lo que ellos no hayan visto o vivido. Así, cuando me topo con una persona que me pregunta en son de guasa, acabo por decirle, que solo fue un viaje que hizo mi mente en alas de la imaginación, y con eso lo dejo satisfecho, pues casi siempre infla el pecho y dice:

«-Ya decía yo que esto era imposible. A mí nadie me engaña. Así los dos quedamos tan contentos.

«Ahora, cuando encuentro a una persona exenta de petulancia y de «˜sabiduría»™, casi siempre lo cuento todo y con mucho gusto nos ponemos a discutir lo factible y lo no factible y, pongamos que no lo crea, pero queda con la duda y, además, se divirtió, cosa que a mí me satisface.

«Muchísimas personas me asediaban preguntándome de qué planeta procedían aquellos hombres y esto me mortificaba a tal grado que acabó obsesionándome, pues resultaba estúpido no habérseme ocurrido preguntarlo a los que me hubieran sacado de la duda.

«Uno de esos días en que más me mortificaba esta pena, empecé a sentir una presión mental insoportable que por momentos se hacía más pesada al grado de que tuve que dejar de trabajar, pues me resultaba peligroso.

«Me dirigí a mi casa a eso de las tres de la madrugada y, aunque no tenía sueño, me tendí en la cama.

«El cuarto estaba a obscuras. No quería despertar a mi esposa y por lo tanto me abstuve de prender la luz. Estaba, lo recuerdo perfectamente, despierto y en actitud pensativa y revoloteaba en mi mente el reproche que me hacía de no habérseme ocurrido hacer tan importante pregunta. De repente el lugar se iluminó inundándose de luz, pero la luz que yo había visto en aquel planeta. Traté de incorporarme sin lograrlo y ante mi asombro desapareció todo lo que de familiar había a mi alrededor y me ví participando en una escena en que aparecían mis dos amigos dándome una conferencia de astronomía.

«Pintaban en algo colocado en una de las paredes, lo que debía ser un diagrama de nuestro sistema solar.

«Reconocí el sol y nueve planetas de diferentes diámetros, habiendo treinta y siete lunas en total, distribuidas treinta de ellas entre los cinco últimos planetas y las siete restantes entre el nuestro y el sol.

«Cuando estuvo todo distribuido, simplemente trazó el que hacía de profesor, que no era otro que el hombre más delgado de los dos primeros, una cruz sobre el segundo planeta a partir del sol.

«Luego, el mismo hombre volvió la cara a donde me encontraba y me dijo en su reconocible voz: -¿Te acuerdas cuando entrábamos en nuestro planeta, que preguntaste si era el sol lo que veías y te contestó uno de nuestros superiores que no pero que sí estábamos entrando en nuestro planeta por la puerta del sol, o sea por la parte en que siempre está alumbrando nuestro astro rey?

«Y a fe mía que no recordaba aquellas palabras, pues entonces estaba yo tan asustado ante lo que tenía a mi vista, que no se me grabaron.

«Terminado este interrogatorio, desapareció la luz, mis amigos y todo lo que acababa de ver, y de paso ya no pude conciliar el sueño hasta el nuevo día»¦»

Continuará…


[1] Aquí se ve que Villanueva, ya enterado de los nuevos conocimientos sobre el planeta Venus, comienza a cambiar su versión sobre su «viaje espacial». En ese sentido Héctor Escobar Sotomayor comentaba:

«Desgraciadamente para Adamski, Villanueva, Menger y demás cuartes de los venusinos, pocos años después las sondas soviéticas Venera descubrirían que Venus era un infierno de azufre y gas carbónico y no el paraíso tropical pletórico de mares y plantas que la ciencia ficción -barata- de la época planteaba. Hoy en día Villanueva -nada tonto- niega haber estado en Venus ofreciendo una versión más acorde, en la que aduce que seguramente fue hipnotizado por los seres extraterrestres para hacerle creer que viajó a otro planeta».

(Escobar Sotomayor Héctor, 500 años de ovnis en México, Vol II, Corporativo Mina S.A. de C.V., México, 1995.)

[2] Hasta me parece estar leyendo algún libro de Salvador Freixedo, pero recordemos que Villanueva publicó esto en 1976 y aunque el exsacerdote publicó sus primeros libros sobre el tema ovni en 1971 y 1973 (Extraterrestres y creencias religiosas y El diabólico inconciente, respectivamente), sus «ideas» más delirantes vendrían años después (La amenaza extraterrestre, 1982, y ¡Defendámonos de los dioses!, 1983) En estos últimos libros las ideas de los dos Salvador confluyen en un mismo cauce. Freixedo no menciona a Villanueva en los dos primeros libros, pero en los siguientes se ocupa tangencialmente del contactado mexicano. Yo creo que el ufólogo español tomó estas ideas del contactado mexicano (entre otros).

[3] Aquí Salvador sabe perfectamente cuántos días han transcurrido desde que subió a la nave. Nuevamente entra la duda de por qué preguntó al chofer sobre el día y el mes en curso. Pero en el mismo párrafo vuelve sobre la cuestión del tiempo transcurrido. Al parecer no se da cuenta de la incongruencia.

[4] Han pasado 5 días. Lo acaba de decir tan sólo unas líneas más arriba. Si eso no es una muestra de que estaba mintiendo, entonces no se que pueda ser.

[5] Esto no concuerda con sus otras versiones, en las que Villanueva regresa a la Ciudad de México a bordo de un camión de carga. El lector nos podrá decir que más adelante aparece el citado camión, pero el hecho es que las versiones son diferentes.

[6] En la otra versión es al camión de carga al que deja justo en una gasolinera.

[7] Nuevamente en la otra versión el chofer le dice que la mariguana es mala cuando está «guisada», y aquí ocurre todo lo contrario.

[8] Había dicho que el trayecto lo había pasado con un terrible dolor de cabeza, pero claro, eso fue en la otra versión.

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Viaje a Venus en un plato volador. La increíble historia de Salvador Villanueva (7)

VIAJE A VENUS EN UN PLATO VOLADOR

«Pasaron los años y así, trabajando un turno en un auto de alquiler, allá por el año de 1952 tomé como pasajeros a una pareja de norteamericanos. Después de llevarlos a algunos lugares de diversión, me pidieron que les recomendara a un chofer que les ayudara a manejar su auto rumbo a los Estados Uni­dos. Por esos días yo había cumplido años, y mis economías se habían agotado, así que enterado de la cuantía del pago acepté ayudarlos.

«Salimos dos días después en el auto de su pro­piedad que, era un magnífico Buick, del año ante­rior, que se pegaba con seguridad a la carretera. Era ésta la que une al D. F. con Laredo, Texas. Poco después de pasar un pueblo que más tarde me enteré se llama Ciudad Valles, el coche empezó a producir un ruido en la transmisión. En ese momento llevábamos recorridos cerca de quinientos kilómetros. Te­merosos de causar al coche daño grave acordaron mis improvisados patrones, que yo los esperara mientras ellos regresaban al pueblo que acabábamos de pasar para buscar un mecánico o una grúa, que nos remolcara.

«Ese día era sábado y se trabajaba sólo hasta me­diodía. Por lo tanto, no me extrañó que mis impro­visados patrones no regresaran pronto. Así que le­vanté el auto por una rueda trasera, eché a andar el motor y lo conecté a la transmisión, me metí debajo y traté de localizar el desperfecto, fue entonces cuando empezó la más extraña aventura que le puede suce­der a un ser humano. Aventura que aún ahora no alcanzo a comprender cabalmente, porque las con­secuencias han sido de diversa índole…

«Por esa época, encabezaba una familia numero­sa, que se componía de una esposa, cinco hijos varo­nes, y dos hijas, Estas en esa época entraban a la adolescencia, edad difícil para todos los humanos.

«¦

«No llevaba amistad con nadie. Me limitaba a tra­bajar de doce a catorce horas diarias, entregaba la cuenta al dueño del auto, pues nunca tuve uno pro­pio y volvía a mi casa a descansar un poco para vol­ver a la labor al día siguiente.

«En la vecindad donde vivía a nadie le hablaba y con nadie llevaba amistad. Para todos resultaba «˜el apretado»™, como suelen llamar a los que se apartan ensimismados en su propia envoltura.

«Vivíamos en un barrio pobre, plagado de vagos y malvivientes, siempre hostiles para los que no ha­cen relación con ellos, para los que luchan honradamente para ayudar a su familia, por mantener un nivel superior al de ellos. Por fin, año y medio después y cuando estaba a punto de volverme loco, pues es difícil mantener una lucha consigo mismo cuando dentro de la cabeza se tiene algo que acicatea, que crece y amenaza con hacer explosión.

«Las personas que me habían propiciado la increí­ble aventura me hicieron prometerles que la haría pública, pero ahí mismo les dije que no podría cumplir con ese encargo, pues mi cultura era totalmente nula, que difícilmente escribía una carta correctamen­te; pero ellos insistieron, asegurando que me ayu­darían, pero fue pasando el tiempo y yo seguía du­dando. Solía repetirme como una oración, mientras trabajaba o descansaba, que no sabía nada de escribir libros, pero pronto me sentí desarmado, pues me vino la idea (de donde, no lo sé todavía), de acudir a un intelectual, digamos un periodista, pero no conocía a ninguno, pero por ahí tampoco pude escapar por­que no tardé en leer en una revista que alguien había visto naves en forma discoidal, justo de la forma de la que yo había abordado, invitado por aquellos se­res extraños. Así que cuando menos pensé ya le había escrito a ese periodista, que firmaba sus artículos con el seudónimo de M. Gebé.

«A este caballero, (pues resultó serlo a carta cabal, ya que siempre me trató respetuosamente, sin el más mínimo asomo de burla), le escribí dándole sólo el número de mi licencia de manejar… El hizo investi­gaciones para encontrarme, ya que sucedió lo que yo no esperaba, o sea que se interesara, pues yo, inge­nuamente, había pensado, que con solo relatarle algo a una persona versada en esos asuntos daba por ter­minada mi obligación para con aquellas personas de la nave…

«Por fin dicho periodista me encontró y empezó a interrogarme, y a publicar lo que le contaba, siem­pre en fracciones, ya que con el miedo a la burla sólo le platicaba lo que me parecía más verosímil.

«Al parecer estaba traumado, pues justo cuando terminaba mi aventura y los tripulantes de la nave me habían abandonado casi en el mismo lugar donde me recogieron, cerca de la carretera, y me recomen­daron que rápido me alejara para poder elevarse, corrí hasta el borde del camino y parado en el asfalto, miré hacia donde había quedado la nave y ví a ésta a una altura como de quinientos metros, meciéndose suavemente, como una hoja seca de árbol que levanta el viento. Imaginé que se despedían de mí. Luego dieron un acelerón tan rápido hacia el po­niente que en unos segundos perdí de vista la enorme nave. Quedé un momento pensando si sería factible ir a otro planeta en tan poco tiempo…

«Empecé a hacer memoria de las veces que había comido y dormido, así que deduje que no había pa­sado más de dos o tres días, salvo que hubiera dor­mido más de lo normal y aunque un sudor frío me recorría el cuerpo, no me sentía débil. Al contrario, rebosaba de salud y mi mente se solazaba recordan­do uno a uno todos los detalles de la experiencia pa­sada. Ví venir un camión de carga y rápido crucé la carretera y le hice señal de parada. El hombre que lo manejaba paró, seguro porque mi apariencia era pulcra, pues iba vestido con un traje que había es­trenado en mi cumpleaños. Me abrió la portezuela y subí… El hombre me miraba curioso. Le pedí que me dejara en el siguiente pueblo para tomar un au­tobús que me llevara a la ciudad de México[1].

«Me invitó a seguir con él, pues llevaba ese rum­bo. Me preguntó si vivía donde me recogió y como si la cosa me pareciese natural, le dije que no, que acababa de bajar de una nave que venía de otro pla­neta y antes de que pudiera decir palabra, le pregunté qué día era, pues sentía verdadero interés en saber cuánto tiempo había estado fuera.

«El hombre tardó en contestarme, pero finalmente me dijo que era viernes. Noté que se inquietó y no me perdía de vista y para acabar de redondear su inquietud le pregunté: Viernes ¿pero de qué mes?[2] El hombre paró en seco y viéndome de frente, me dijo: mire, amiguito, si cree que se va a divertir conmigo está equivocado. Ahora era yo el que esta­ba nervioso, pero hice acopio de fuerza y le dije: Mire, señor, si le pregunté qué día y que mes está corriendo es porque no lo sé. Acabo de venir de otro planeta y no sé cuanto tiempo estuve fuera de éste. Lo curioso es que yo me sentía orgulloso y rebosante de optimismo. Pero el hombre aquel no entendía nada, así que volvió a arrancar y ya ca­minando, me dijo: Mi amigo, la yerba es buena, y hasta quita el cansancio, secada al sol, pero al pa­recer usted la guisó…

«Si este hombre me hubiera dado un golpe no ha­bría sentido el efecto. La cabeza me estalló en un dolor fulgurante, hube de apretarla con las dos ma­nos, y clavarla entre las rodillas, sentí que el hom­bre volvió a parar el camión, ahora para pregun­tarme burlonamente qué me había pasado. Ya no pude contestar. Todo el cuerpo se me cimbraba. Has­ta entonces comprendí que lo que había pasado no era cosa de todos los días. El hombre aquel seguro se compadeció de mi estado y sacó de debajo del asiento una botella y me invitó un trago y aunque no soy afecto a la bebida bebí generosamente de aquel aguardiente y poco a poco empecé a sentirme mejor.

«En todo el viaje no abrí más la boca. Sentía tra­badas las quijadas. Ya en la ciudad de México apro­veché que paró en una gasolinera a cargar combustible y lo abandoné dándole las gracias. De ahí en adelante aquel dolor de cabeza no me abandonaría en mucho tiempo»¦ A cuanto médico subía al co­che, le preguntaba yo si tendría alguna enfermedad y la mayoría, después de preguntarme cuántas horas al día trabajaba, me decían que necesitaba descan­so. El periodista agotó todo lo que yo estaba dis­puesto a contarle. Yo adivinaba, que él estaba a un paso de juzgarme un charlatán. Y decidí no contarle todo lo que me había pasado y no le dije una sola palabra sobre mi viaje a otro planeta.

«¦

«Por esos días conocí a un auténtico héroe de nues­tra Revolución, uno de esos hombres que llegan a fascinar, por su bravura e indiferencia hacia la muer­te.

«Se llamaba don Jesús Apodaca Anaya[3], y era des­cendiente de aquel General Anaya que defendió el Convento de Churubusco cuando la invasión norteame­ricana, y que soltó aquella célebre frase, cuando el jefe norteamericano le preguntó dónde estaba el par­que.

«»™Si hubiera parque -le contestó- no estarían ustedes aquí…»™

«Era este don Jesús Apodaca Anaya hermano mayor de toda una familia revolucionaria, compuesta además de dos mujeres, intelectuales y maestras, do­ña Aurora y doña Atala. La primera fue maestra del celebrado Torres Bodet, y el otro hermano era o es don Andrés, si vive todavía.

«Doña Aurora y don Jesús ya murieron. Ninguno dejó descendencia…

«Pues bien, este don Jesús era de los que acometían contra el enemigo montando un buen caballo y reata de lazar en ristre y si lograba lazar la ametralladora no paraba hasta llegar a sus líneas con ella a rastras. Este hombre me caía bien, pues fue uno de los revolucionarios que pelearon por cambiar el estado de cosas reinantes en aquella época y a pesar de que todos ellos tenían propiedades, se lanzaban a la revuelta buscando aventura, que no di­nero, porque lo tenían en abundancia.

Villanueva21 Dedicatoria de Salvador Villanueva a Jesús Apodaca Anaya, a quien llama cariñosamente «Tío Chuy».

«Se me ocurrió que si yo escribía el resto de mi experiencia con los espaciales y desde Guadalajara, lo mandaba al periódico en que escribía don M. Gebé naturalmente atribuyéndola a un campesino, culto o medio culto, pero dueño de un rancho, reforzaba mi relato…

«Acto seguido le escribí y mandé a mi hijo mayor a que lo pasara a máquina y lo remitiera a mi nombre desde Guadalajara dirigida a la Revista.

«La cosa dio resultado, pues en cuanto llegó, M. Gebé vino a verme muy emocionado a mostrarme la carta que «Antonio Apodaca» me había enviado a la Revista y yo le devolví el original, autorizán­dolo para que él lo publicara en el periódico que quisiera. Por esos días «Novedades» lanzaba un bre­ve Magazine Dominical y allí M. Gebé publicó el relato, perfectamente ilustrado con numerosos dibu­jos. El periodista M. Gebé debe perdonarme este jue­go, pero yo hice eso en un momento de desesperación, cuando no sabía cómo contarle lo más impor­tante de mi aventura, que en mala hora le oculté porque comprendí que no me creería y le dije que eso era todo, al llegar al pasaje en que los tripulan­tes de la nave me hablaron de su mundo y me lle­varon a ver el disco volador posado en el bosque, a corta distancia de la carretera, de donde volvieron a elevarse. Todo lo que le oculté a M. Gebé lo relaté en la carta del supuesto Antonio Apodaca. Y todo eso trajo consecuencias más tarde…

«Un día recibí de Alemania, del editor del libro que escribí más tarde, una desesperada petición y era debido a que don Jorge Adamski me acusaba en Europa de haber plagiado a don Antonio Apodaca Anaya o sea el personaje de mi segundo relato y no tuve más alternativa que mandarle una enérgica car­ta al señor ADAMSKI para que se pusiera en paz. Y vaya que se puso…

«Aquel maldito dolor de cabeza de que hablé no me dejaba ni un minuto y mentalmente rogaba a los espaciales que me ayudaran, pero mentalmente re­cibía la respuesta, oía voces y reproches por mi ne­gligencia.

«Recurrí a la misma estratagema de convertir en oración mi queja: que no tenía dinero para editar un libro.

«Me puse a escribir el relato completo y me re­sultaba tan fácil que a las claras veía que me esta­ba convirtiendo en un receptor escribiente[4].

«Cuando lo terminé de escribir me planté orgu­lloso y les dije: Bueno, ya está…

Samael Aum Weor Samael Aun Weor.

«Y ningún editor se arriesgará a publicar esta lo­cura si no le pagamos la edición y efectivamente así era.

«Unos días después -¿coincidencia?- un cliente me pagó con un billete de la Lotería Nacio­nal y cuál no sería mi sorpresa cuando efectuado el sorteo descubrí que había salido premiado con diez mil pesos, de los cuales sólo me entregaron, por aque­llo de los descuentos, ocho mil quinientos.

«Pero lo curioso es que el premio no era de los que salen en la canasta, sino uno de los que agregan antes y después de un premio mayor, premiándolos como aproximaciones.

«Me emocionó tanto recibir el dinero, que no pen­sé que en ello estuviera la mano de los espaciales y me olvidé de la edición del libro.

«Al día siguiente, llamé a mis hijos y me los lle­vé a comprarles ropa que en realidad necesitaban. No hubo dificultad. El problema estuvo cuando quise comprar más de lo necesario. Sucedió que siempre tuve deseos de comprar a mis hijos varones chamarras de piel y nunca me alcanzó el dinero que ga­naba, y para mí era la oportunidad, así que metí seis mil pesos en la cartera y subí a mis hijos al coche en que trabajaba y nos fuimos a un taller donde las fabricaban.

«Traté una para cada uno y hasta yo me dí el lujo de escoger una, pero a la hora de pagar me encontré con que no traía la cartera. Y estaba seguro de haberla puesto en la bolsa del pantalón. Pero podía no ser así. Me disculpé con el comerciante y nos fuimos de regreso a casa. Apenas entramos, se me ocu­rrió tocar el lugar donde debía estar la cartera y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que ahí esta­ba. ¿Coincidencia?…

«Por el momento pensé que allí había estado siem­pre, sólo que la había buscado en otra bolsa, y volví con mis hijos donde las chamarras y hasta le cité el cuento de la equivocación al comerciante, que ya había procedido a empacarlas de nuevo, y ¡maldita confusión! al ir a pagar de nuevo, la cartera que momentos antes había palpado, ya no estaba en la bolsa.

Villanueva13Revista Fate de enero de 1958, cuyo reportaje de portada fue escrito por Manuel Gutiérrez Balcázar.

«Todo confundido ante el molesto y asombrado co­merciante agarré a mis hijos y volvimos a la casa. En el trayecto palpé la bolsa del pantalón con la esperanza de que mi cartera hubiera vuelto y en una de esas palpadas, pude oír claramente una risita bur­lona. Al entrar a la casa palpé por última vez la bolsa del pantalón y ¡maldita sorpresa!, ahí estaba la cartera con todo el dinero. Hasta entonces compren­dí que el dinero de marras era para el libro.

«No dormí entonces pensando en la jugarreta de estos señores espaciales.

«Al día siguiente fui a ver a un editor, contraté dos mil ejemplares y los pagué religiosamente por adelantado y cuando ví lo que me sobró cerré los ojos y mentalmente les dije, ahora sí puedo comprar­les a mis hijos sus chamarras. Fui por ellos y antes de apersonarme con el comerciante saqué el dinero y lo llevé en la mano fuertemente agarrado.

«Ya no hubo problemas, me fui a trabajar y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que aquel maldi­to dolor de cabeza que me había atormentado tanto tiempo ya había desaparecido.

«Ante tanto prodigio me volví místico. Rezaba todo el tiempo y me sentía protegido por algo o alguien a quien no podía ver, pero que sí sentía.

«¦

«Corría el mes de agosto de 1965 y también es­taba próxima la fecha de mi cumpleaños. Por ese tiempo ya había logrado consolidar mi autonomía o sea que ya no tenía patrón.

«Había abandonado definitivamente el trabajo de chofer de carro de alquiler, y me había dedicado exclusivamente a la mecánica automotriz, que la sa­bía desde muy joven, porque había tomado un curso por correspondencia en la Escuela Nacional de Auto­motores, ahora Instituto Rosen Kranz de los Angeles California. Atendía mi negocio con verdadera dedi­cación, porque estaba empeñado en triunfar. Por lo tanto, le dedicaba las 24 horas del día.

«¦

Continuará…


[1] En esta parte del relato se olvida al buick que había quedado descompuesto en el acotamiento de la carretera. Tampoco se habla del mecánico ni de la grúa que, supuestamente habían llegado a resolver el desperfecto, y de ninguna manera se menciona que el problema fue la falta de aceite en el sistema de transmisión, ni el enojo con sus patrones. Se toma el relato del Primer Acto justo cuando aborda el camión hacia la ciudad de México.

[2] No es comprensible esta pregunta pues, si por una parte Villanueva dijo que había salido rumbo a Laredo el 20 de agosto, y por otra, al bajar de la nave, pensó que no habían pasado más de dos o tres días, entonces debió estar conciente que se trataba del mismo mes de agosto.

[3] En la dedicatoria del 14 de marzo de 1958, en la primera edición de su libro, Villanueva lo llama «tío». No sabemos si fue tío político o tío lejano, pero parece haber existido gran familiaridad, no sólo porque lo utilizó como personaje ficticio para una nueva aventura ufológica, sino porque en la misma dedicatoria autógrafa lo llama, con cariño, «Chuy». Por alguna de esas vueltas que da la vida yo poseo el ejemplar que Villanueva dedicó a su «Tío Chuy».

[4] Villanueva se refiere a los médiums escribientes. Esto no es de extrañar. Salvador Villanueva era una persona interesada en el submundo de lo paranormal. Asistía a los templos gnósticos y fue alumno de Samael Aun Weor, el místico colombiano afincado en México. En la edición colombiana del libro de Villanueva (Villanueva Medina Salvador, Yo estuve en Venus, Instituto Cultural Quetzlcoatl, Colombia, 1973. 48 s.) Samael es el encargado de hacer la presentación. Dice:

«En nombre de la verdad debo decir con cierto énfasis que este es un hombre totalmente práctico; nada tiene de fantástico; nunca lo hemos visto en ensoñaciones de ninguna clase.

«En el pasado se ganó la vida como chofer y ahora lo hemos visto dedicado a eso que se llama mecánica de automóviles. Es si, un hombre ejemplar, fuera de toda duda. Magnífico esposo, padre honorable de familia, buen amigo, etc.»

Villanueva tenía amigos en los círculos gnósticos de Brasil. Todo eso lo acerca más a la imagen de Adamski quien, más allá de ser el contactado más famoso, era un consumado teósofo.

Un dato adicional a considerar. Villanueva conoció al periodista Manuel Gutiérrez Balcázar en este círculo místico y esotérico. Gutiérrez Balcázar no sólo escribía sobre platos voladores, también era asiduo colaborador de la revista Fate y publicaba artículos sobre temas de ocultismo (ver por ejemplo: Gutiérrez Balcázar Manuel, Magic Mushrooms Heal the Sick, Fate, Vol. 11, No. 1, enero de 1958.)

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Globovnis en Welwyn Garden City y Knebworth

El ovni de Welwyn Garden City también visto en Knebworth

Por Chris Richards, 22 de abril 2010

El ovni visto en WGC el fin de semana también se observó en Knebworth.

Diane Lomas contactó con nosotros después de leer la historia de esta semana en nuestra página web www.whtimes24.co.uk, en la que Rachel Haldens, residente de Buckhurst, contó haber visto una extraña luz naranja en WGC.

Diane dijo: «Mi hija y su novio vieron lo mismo en Knebworth.

«Era redonda y de color naranja y hacía movimientos al azar, justo antes de que desapareciera».

Diane dijo que pensaba que probablemente era una linterna china, pero agregó: «Los movimientos erráticos no tenían sentido, las linternas simplemente flotan con gracia».

http://www.whtimes.co.uk/news/welwyn_garden_city_ufo_also_seen_over_knebworth_1_216484

Viaje a Venus en un plato volador. La increíble historia de Salvador Villanueva (6)

VIAJE A VENUS EN UN PLATO VOLADOR

QUIÉN FUE SALVADOR VILLANUEVA MEDINA

Sabemos que Salvador Villanueva Medina era un chofer de taxis que luego se dedicó a la mecánica automotriz, que tuvo siete hijos, que vivía en la colonia Valle Gómez, al norte de la ciudad y que su taller de automóviles estaba sobre Calzada de Guadalupe. Y nada más.

Pero es el mismo Salvador quien nos proporciona más información sobre su vida y sobre una extraña vuelta de tuerca sobre su caso. Vuelta que involucra el caso de Antonio Apodaca y que causaría mucha confusión entre los interesados e investigadores del tema de los platívolos voladores.

En la edición de 1976 Villanueva nos cuenta mucho más sobre su vida, de una manera novelada. Comienza en la Primera parte del libro, titulada No resisto la tentación de contarles nuevas cosas. Como en la mayor parte de este trabajo, he tomado la decisión de publicar íntegramente estos documentos por varias razones: por lo poco conocidos que son, por la dificultad de conseguirlos y porque son parte de la historia de la ufología mexicana (y mundial) y de otra manera se perderían para las generaciones futuras. Demos pues paso a esta breve autobiografía de Salvador Villanueva:

Villanueva3 Portada de la edición de 1976.

«Pero yo quisiera que ustedes conocieran algo de mi vida y no resisto la tentación de contarles nue­vas cosas, para que no vayan a pensar que el autor es una persona que se dedica a escribir ciencia-fic­ción. Sólo soy un humilde chofer y mecánico de automóviles. Cuando escribí el libro sobre mi viaje a Venus, muchas cosas se quedaron arrinconadas en ese desván que es la memoria. Tiempo después fui recordando diversos detalles que lamenté no haber relatado en mi libro, pero pasado el tiempo he pen­sado que podía tomar el lápiz otra vez y pasar las noches en blanco para escribir esos pasajes de mi vi­da que pueden ser interesantes o que pueden servir para explicar el origen de mis increíbles experien­cias.

«Huérfano de padre a los seis años de edad y úni­co varón sobreviviente de una diezmada familia de quince hijos, nací en una época en que sólo los más fuertes y mejor dotados sobrevivían.

«Así mi familia, a la muerte de mi activo padre, se había reducido y sólo restábamos una hermana un año y meses mayor que yo y este servidor, que a tan corta edad había visto sufrir al hombre que le dio el ser, o mejor dicho, a lo que quedaba de él después de recibir ocho tiros disparados con carabinas 30-30, balas sordas de plomo que sólo alcanzaban a penetrar unos centímetros en el cuerpo del que las recibía, alojándose en partes inaccesibles para los bisturís de los cirujanos pueblerinos de principios de siglo.

«Así ví cómo el autor de mis días se fue consu­miendo poco a poco, envenenado con el maldito plo­mo de aquellas balas disparadas por sus propios cu­ñados, envidiosos de la prosperidad que él había al­canzado.

«Mi padre, hijo menor de una familia árabe que había emigrado al Continente Americano en busca de mejores medios de vida, tuvo la desgracia de per­der a su progenitor poco antes de cumplir los quince años y mi abuela materna, al quedar viuda, decidió establecerse en Jilotlán de los Dolores, Jalis­co. Habituado al trabajo desde muy pequeño pronto consiguió empleo en una finca porque conocía el tra­bajo de campo en todas sus fases y le gustaba, por lo que desde muy pequeño soñaba con llegar a ser, un día, dueño de un rancho que él cultivaría amoro­samente con sus propias manos.

«En Jilotlán, el destino le tenía reservada una fa­milia y buenas tierras en las que podría realizar sus sueños de estanciero próspero. Muy trabajador, hon­rado, con ingenio, buen carácter y simpatía, muy pron­to consiguió ser correspondido por una agraciada jo­vencita, hija de un rico ranchero español afincado por allá por las regiones de Tepalcatepec. Don Mau­ricio Medina, que así se llamaba el padre de la jo­ven, vio con buenos ojos aquel noviazgo porque el mozo era trabajador y honrado, que es el mejor ca­pital y el único que puede aportar un joven. Pronto se casaron y don Mauricio le regaló a mi padre un ranchito por haberse desposado con su única hija le­gítima.

«Se dedicó mi padre al trabajo como él sabía ha­cerlo y el ranchito fue prosperando y creciendo con el tiempo, que también fue trayendo, uno tras otro, hasta catorce vástagos entre hembras y varones.

«Era feliz viendo cumplidos sus sueños de estan­ciero próspero y para él no había más que su hogar y sus tierras; pero tanta felicidad no podía ser eter­na y un día empezó a tener dificultades con sus cu­ñados, que seguramente sentían envidia de su cre­ciente prosperidad.

«Corría el año de 1912 y mi madre estaba en espera de su vástago número 15. Lo digo por el orden que le correspondía; pero ya varios de los niños habían muerto con los «˜fríos»™. En aquella época el paludismo era un azote y no había remedio para el mal, que también atacaba sin misericordia a los niños, que morían por millares salvándose sólo los mejor dotados o quizá los de mejor suerte. Aquel vástago número 15 que presto iba a llegar era yo, pero ya no me tocarían los tiempos felices, sino el doloroso Vía Crucis de mi padre y las naturales penas que pasaba mi madre.

«Porque un día de aquel año malhadado mi padre cayó acribillado en una celada que le tendieron sus cuñados. Huyeron, dándolo por muerto, pero él sobrevivía gracias a su maravillosa naturaleza, a pe­sar de traer ocho balas en el cuerpo. Esta agresión asesina ocurrió cuatro meses antes de que yo aban­donara el claustro materno. Aquellos criminales no se conformaron con atacar cobardemente a mi padre, sino que antes de emprender la retirada prendieron fuego al casco del rancho.

«Mi afligida madre no tuvo tiempo para quejarse o para llorar esa desgracia. A pesar de que estaba en el quinto mes del embarazo se sobrepuso y des­pués de ver que mi padre, sin sentido, aún alentaba, decidió ponerse en salvo con la familia, temerosa de otro asalto de sus propios hermanos. Trajinó como desesperada, dando órdenes y siendo auxiliada por la servidumbre para empacar rápidamente la ropa y los objetos de valor después de aplicar a mi padre las curaciones de emergencia que se le ocurrieron y de ordenar que lo tendieran sobre una improvisada parihuela, bien abrigado por varias cobijas. Una vez que todo estuvo listo ordenó a un mozo y a su mu­jer, que eran de toda su confianza, que le acompa­ñaran en aquella dramática huida. Ya estaban los caballos uncidos a la carreta, el equipaje distribuido y mi padre en la improvisada parihuela que le ser­viría de cama por varios días. Ayudada por la fiel pareja de servidores hizo subir a sus pequeños, que lloraban desconsoladamente sin saber qué era lo que ocurría.

«Así, mi madre vivió un verdadero drama, aban­donando apresuradamente su hogar, que era presa de las llamas. Entre el resplandor del incendio se po­día[1] ver la carreta poniéndose en marcha. Ella iba al pescante, al lado de su mozo de confianza que látigo en mano empuñaba las riendas. Tras esa ca­rreta iba otra, llevada por la mujer del mozo que a su lado llevaba a su hijo de ocho o diez años. To­maron a buen paso por el camino real y pronto se dejó de ver el resplandor del incendio y las carretas fueron tragadas por las sombras de la noche.

«Mi madre, al fin, podía desahogarse. Lloraba si­lenciosamente. Un río de lágrimas corría por sus me­jillas pensando en el destino que le esperaba con su esposo moribundo y un racimo de hijos que mante­ner, mas el último de sus hijos, el que esperaba y que cuatro meses después habría de ver la luz.

«Después de un increíble peregrinar llegaron a Zapotlán el Grande -hoy Ciudad Guzmán- en don­de se hospedaron en un mesón, en donde los dueños, gente buena de aquellos rumbos, le recomendaron un médico apellidado González, hombre recto y caritativo que se hizo cargo de la difícil curación de mi padre empezando por irle extrayendo, una a una y después de laboriosas operaciones, las balas que tenía alojadas en el cuerpo.

«Mi padre tardó más de un mes para recobrar el conocimiento, pero bajo los cuidados del doctor González se fue recobrando con increíble rapidez, sólo que infortunadamente su restablecimiento nunca fue total. Nunca volvió a ser el hombre que era. A re­sultas de la agresión quedó flaco, de mal color y su­friendo numerosos achaques a causa de dos balas que el doctor González no pudo extraerle; pero así y todo sobrevivió milagrosamente y luchó denodadamente, rebelándose contra su destino.

«En cuanto se levantó de la cama empezó a hacer planes. Mi madre le contó cómo había huido del rancho en llamas y él comprendió que no podría volver a reclamar su propiedad, pues sus cuñados volverían a atacarlo hasta acabar con él. Así, decidió quedarse en Zapotlán.

«Le gustó el Mesón del Laurel, que era donde mi madre había tomado hospedaje y le gustaron los propietarios que, como he dicho, eran gente buena. Al enterarse de que deseaban vender el mesón, mi padre ajustó el precio y lo compró, decidido a emprender un nuevo negocio. Gracias a un cofrecito que rescató mi madre al huir, que contenía una buena cantidad en monedas de oro, pudo pagar el precio del mesón.

«¦

«Murió cuando yo cumplía seis años. En cuanto se supo la noticia en el pueblo sus enemigos se ceba­ron en su familia desamparada, negándonos todo tipo de subsistencia.

«¦

«Quedábamos desamparados mi madre, la única hermana que sobrevivía, que aún no cumplía los ocho años y yo, que andaba en los seis, a tiempo de ir a la escuela; pero en esas condiciones yo no podía pensar en escuela y me propuse trabajar para ganar el dinero que necesitaba mi corta familia.

«Empecé a trabajar como aprendiz en una hoja­latería, después en una carpintería, más tarde en una herrería y finalmente, cuando cumplí los diez años, entré a trabajar como ayudante de chofer, oficio que como a la mayoría de la gente en aquellos pueblos, me fascinaba…

«Creo que no anduve muy equivocado al elegir mi oficio definitivo, ya que desde el principio gané más dinero que en mis anteriores trabajos y apenas cumplía un mes trabajando como «˜chalán»™ cuando se me presentó la primera gran oportunidad de mi vida, un día en que mi patrón se fue a jugar al bi­llar y me dejó cuidando el coche. Aunque él me ha­bía prometido enseñarme a manejar, aun no inicia­ba sus lecciones; pero yo desde el primer día estu­ve pendiente de todo cuanto hacía desde el momen­to en que echaba a andar el coche y algunas veces, cuando él me dejaba solo, yo había empezado a ha­cer mis pininos y aunque con trabajos alcanzaba los pedales debido a mi baja estatura, ya echaba a andar el coche y marchaba por la calle para después regre­sar en reversa y así, aun cuando a veces el co­che echaba «˜reparos»™ yo ya me sentía un chofer hecho y derecho y soñaba con el día en que yo pu­diera meter el acelerador a mi gusto, para correr por esas calles pueblerinas…

«Pues bien, aquella gran oportunidad de que ha­blaba se me presentó aquel día en que estaba yo al cuidado del coche. Un ricachón del pueblo llegó al sitio y subiéndose en el coche, me ordenó: ¡Llévame a Sayula!

«Sayula es un pueblo distante 20 kilómetros de Zapotlán y al oír la orden de aquel ricachón, que iba bien borracho, pensé en ir a llamar a mi patrón; pe­ro se me ocurrió que aquella era mi oportunidad y decidí jugármela, arremetiendo contra mi destino. En cuanto el ricachón aquel se acomodó en el asiento se quedó dormido y no se dio cuenta de mis fatigas para dominar el coche al principio, pero afortuna­damente en aquellos tiempos era raro el coche que transitaba en el camino real y todo el camino era mío. A los pocos kilómetros ya pude manejar con más seguridad y controlaba bien el coche y la con­fianza que eso me dio hizo que realmente al llegar a Sayula ya manejara yo bastante bien. Al llegar al pueblo desperté a mi cliente y me ordenó ir a una casa, en donde recogió a una señora de no malos bigotes que probablemente era su amante. Esta señora salió acompañada de dos ancianas -su madre y su tía- que se acomodaron también en el coche. Mi cliente me ordenó ir a la tienda del pueblo y me dio dinero para llenar el tanque de gasolina y una vez que estuvieron provistos, el coche de combustible y ellos de tequila, me ordenó seguir hacia Guadala­jara, que dista doscientos kilómetros de aquel lugar.

«Al oír la orden comprendí que aquella aventura iba a ser algo muy gordo y sentí cierto temor, pero pensé que ya que me había metido en eso seguiría hasta el final y ya veríamos, al regresar a Zapotlán, a cómo nos tocaba.

«Efectivamente, el viaje resultó toda una aventu­ra. Para mis pocos años, aquello era más apasio­nante que una novela de aventuras y ya me sentía un héroe capaz de emprender cualquier hazaña. Mis clientes, que pronto dieron fin a las botellas de tequila que compraron, pronto se quedaron dormidos y no se dieron cuenta de los peligros a que los ex­puse, pues tuve que bajar la famosa Cuesta de Sayula, lugar en que Pancho Villa voló trenes a pasto en tiempos de la revolución.

«Después de bajar la tal Cuesta, el viejo camino real seguía faldeando toda la montaña y para di­ficultar más la cosa y hacerla más peligrosa, me empezó a ganar el sueño, ya que la noche anterior me había tocado hacer guardia en el sitio. Iba yo cabeceando y haciendo esfuerzos para que no se me cerraran los ojos. Por fin llegamos a las playas de Zacoalco y Atoyac, que en tiempo de sequía quedan como inmenso espejo. En aquel terreno plano, sin peligros, iba durmiendo y despertando, sobresaltado porque yo dejaba de acelerar y el coche se empe­zaba a jalonear por falta de gasolina.

«Sólo Dios sabe cómo pude llegar hasta donde empezaba la terracería de un camino en construcción, con cunetas y todo, que iba hacia Guadalajara, pero me alentó el hecho de que pronto descubrí el enor­me enjambre de luces de esa magnifica ciudad.

«Ya íbamos llegando al final de nuestro viaje, pero el sueño seguía haciendo estragos en mí, que me empeñaba en vencerlo. Al fin me venció la fa­tiga y me quedé dormido. Despertamos sobresaltados pues habíamos caído en la cuneta, que afortuna­damente no era muy profunda. Como ya se veía cer­ca la ciudad, mis clientes se acomodaron en un ca­mión lechero que pasó por el lugar y dejándome la dirección en donde debería buscados, se fueron tran­quilos. Yo, por mi parte, me dediqué a rellenar de piedras la cuneta, bajo las ruedas. Llevaría unas tres horas en la tarea cuando acertó a pasar un camión lleno de trabajadores de los que laboraban en aquel camino y me preguntaron qué había pasado y quién manejaba el coche, a lo que muy orgulloso, contesté que yo mismo, por lo que todos soltaron la carcajada[2].

«No lo creyeron, pues les parecí muy chaparro y en efecto lo era, pues a esa edad apenas levantaba un metro y cuarenta centímetros del suelo. Era yo tan chaparrito que algunos paisanos me decían, de burla, que tuviera cuidado al caminar, no fuera a ser que me pisaran la cabeza. Pero yo estaba con­forme con mi estatura y aun me sentía orgulloso de ella, pues pensaba que esa era herencia de mi abue­lo el español, que también era chaparro y además, endemoniado.

«Aquellos hombres fueron buenos conmigo. Eran una veintena, que echaron pie a tierra y en unos mi­nutos sacaron el fordcito y lo volvieron a colocar en el camino, no sin advertirme que yo debería sacar las piedras que había echado a la cuneta. Se les olvidó saciar su curiosidad, viendo si efectivamente, yo manejaba el coche.

«Al llegar a Guadalajara paré el coche en donde empezaba la ciudad y me eché a andar buscando la dirección que me dio mi cliente. Los encontré cuan­do ya eran las tres de la tarde.

«Salimos de regreso, pero antes a la joven seño­ra se le ocurrió ir a San José de la Montaña. Y yo sin dormir, pero lleno de entusiasmo…

«Ya guiaba con mayor seguridad y oprimía el acelerador sin miedo, gozando al ver cómo el coche se deslizaba velozmente y cuando entramos de nuevo a la Playa de Zacoalco mis clientes iban bien dormi­dos y yo aproveché la oportunidad para detener el coche y descabezar mi siesta, pues otra vez los ojos se me cerraban de sueño. De repente desperté y ví que estábamos rodeados de gente de a caballo. Fue tal el susto que llevé que eché a andar el coche y hundí el acelerador hasta el fondo. Afortunadamen­te el coche me respondió y pronto les cambié a los salteadores una nube de polvo de salitre por un nu­trido tiroteo, que de haber dado todos los disparos en el blanco nos hubieran dejado convertidos en co­laderas.

«Escapamos a salvo de milagro, pero desgracia­damente un disparo perforó el tanque de gasolina y sólo alcanzamos a llegar a Sayula, en donde nos presentamos al Cuartel para denunciar el ataque de que habíamos sido víctimas. El Jefe de la Guarni­ción militar, por toda respuesta, nos ordenó que nos quedáramos quietos, o nos mandaba fusilar por es­candalosos y allí nos quedamos, temblando de miedo, hasta que amaneció. Al fin nos dejaron ir y después de almorzar en una fonda fuimos a buscar quien arreglara el tanque de la gasolina. Después de dejar a las señoras en su casa de Sayula, seguimos de regreso hacia Ciudad Guzmán, a donde llegamos a las tres.

«Habían terminado ya mis increíbles aventuras, pero faltaba lo que yo más temía: enfrentarme a mi patrón y darle cuenta de mi fechoría, pero mi bon­dadoso cliente, que me había tomado ley, no sólo pagó religiosamente el importe del viaje, sino que regaló otro tanto a mi patrón y todavía a mí me regaló cien pesos. No contento con eso, me recomendó con mi patrón, diciéndole que yo no sólo manejaba muy bien, sino que era muy valeroso y que yo les había salvado la vida. ¡Vaya!, pensé para mis adentros. Con suerte al miedo le llaman valor…

«Mi patrón recibió el precio del viaje sin mucho trabajo, pues mi cliente pagó sin discutir y todavía me regaló cien pesos. Después, mis compañeros de oficio se encargaron de la segunda parte y fui bautizado por ellos, como mandan los cánones choferiles. Así pasé a formar parte del gremio…

«Y no cabe duda que Dios estaba conmigo, pues esa misma noche debuté como chofer velador en tur­no[3]. Llegó al sitio una anciana, que me pidió la lleva­ra a un pueblo llamado Contla. En los límites de éste apareció un grupo de rebeldes o revolucionarios, cuyo jefe era hijo de aquella anciana. Este, después de in­terrogarme y aconsejarme que de ahí en adelante ten­dría que mantener la boca cerrada, me dio como pa­go treinta pesos (se dice aprisa), pero para que nos demos cuenta de cuánto eran treinta pesos en esa épo­ca, les diré que una res, ya fuera vaca, buey o toro, sólo valía la miserable cantidad de diez pesos y en los expendios de carne solía costar cinco centavos el kilogramo. Leyeron bien ¡Cinco centavos el kilo!…

«Estos viajes se sucedieron diariamente por todo un mes y en el último día sólo encontramos un individuo colgado en cada uno de los árboles que bordeaban la carretera.

«Tiempo después fui contratado en la compañía más fuerte del pueblo para suplir, por una semana, a un chofer que salía de vacaciones y esa semana se alargó a cuatro años, fecha en que se apoderó de mí la necesidad de emigrar a la gran ciudad de México.

«Llegué a ésta apenas cumplidos los dieciséis años. Era Jefe del Departamento de Tránsito, un General oriundo de Sayula, Jalisco. Así que me apersoné con él y ordenó que me examinaran, prueba que pasé exitosamente e ingresé como chofer de la entonces plácida ciudad de México.

«No cambié de oficio, pues para un individuo casi analfabeta este trabajo resultaba el mejor remunerado.

Continuará…


[1] Aquí hay una errata en el original, en donde se puede leer «pedía».

[2] Hay una notable fijación del autor de estas líneas por los viajes en carretera. Todas las aventuras le ocurren en una carretera. Desde el supuesto encuentro con los venusinos, el traslado de su padre moribundo a Zapotlán el Grande y esta aventura en la que aprende a manejar en un trayecto de más de 200 kilómetros. Finalmente está el escape, que más adelante veremos, en el que deja atrás a unos salteadores de caminos, bajo una intensa lluvia de fuego. Hay que observar que los posibles testigos de esta aventura, sus clientes y los trabajadores del camino, no presencian tan increíble prodigio. Unos por quedarse dormidos de borrachos, y los otros, como se verá, por alejarse justo antes de que el chiquillo tome el volante. Tampoco tendrán suerte los habitantes de la ciudad de Guadalajara, pues el muchacho deja estacionado el auto fuera de la ciudad y se interna a pie para buscar una dirección, ¡en lugar de hacerlo con el coche!

[3] Villanueva nació en 1912. Debuta, según él, como chofer velador a los 10 años, en 1922. Pero en la carta que le dirige a M. Gebé le dice que se inició en el oficio de taxista en 1931. Por lo menos en alguna de las dos versiones está mintiendo, tal vez en las dos, pero es más creíble que su aventura en la que aprendió a manejar la haya vivido a la edad de 19 años.

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Viaje a Venus en un plato volador. La increíble historia de Salvador Villanueva (5)

VIAJE A VENUS EN UN PLATO VOLADOR

«CAPÍTULO VIII

«SIGUIENDO EL RASTRO DE ANTONIO APODACA

«¦

«Ahora, reanudemos el relato.

«Lo importante para mí era saber si Antonio Apo­daca existía. La única pista era la fajilla postal en que venía la carta. No traía dirección del remitente. El único indicio era el matasellos del correo, que in­dicaba que había sido depositada en Guadalajara. Apodaca decía que su rancho estaba a seis horas de camino de esa ciudad. Pero… ¿en qué dirección?

«¿Cómo dar con él, con tan escasos datos? ¿El nombre con que había firmado era un nombre o un seudónimo?…

«Necesitaba comunicarme con él. Salvador Villa­nueva Medina deseaba también hablar con el autor de la carta, que se había dirigido a él como a un ca­marada, que había tenido una experiencia parecida.

«Recurrí entonces al único camino. Inserté un anuncio en el periódico, que decía más o menos lo siguiente:

«»™Sr. Antonio Apodaca. Guadalajara, Jal. Le rue­go comunicarse conmigo dándome su dirección para enviarle una correspondencia importante. M. Gebé. Dr. Vértiz No. 783-3. México, D. F.»™

«No tenía muchas esperanzas en el resultado, pero al día siguiente de la publicación del anuncio, recibí una carta depositada en esta capital, que decía lo siguiente:

«»™Sr. M. Gebé.

«»™Muy señor mío:

«»™Me tomo la libertad de quitarle su tiempo en vis­ta de que en el periódico de ayer apareció una cita para el señor Antonio Apodaca. Este señor es mi pri­mo y el objeto de escribirle a usted es anticiparle que si él escribió algo y usted lo quiere publicar, lo tiene que hacer usted bajo su propia responsabilidad, por las razones que paso a exponer:

«»™Tengo entendido que Antonio sufrió un acciden­te grave y que está desfigurado y se a apoderado de él un complejo de inferioridad muy fuerte, tremendo. Ese hombre es muy serio[1] y si algo le escribió, creo que en otras circunstancias se haría completamente responsable, pero en éstas en que se halla, no creo que se atreva a recibir a nadie y mucho menos exhi­birse en público.

«»™Doy a usted las gracias anticipadas por la aten­ción que se sirva prestar a esta nota y quedó atenta­mente…»™

«La carta no tenía firma. Solamente las iniciales, a las que iba antepuesto el título de doctor.

«Â¡Luego Antonio Apodaca existía! ¡Y era su nom­bre auténtico, no era seudónimo! Y existía el primo doctor a que él se refería en su carta, al que narró su aventura y se negó a creerle.

«Entonces, había que localizar al doctor. La inicial de su apellido era G. Seleccioné en el directorio telefó­nico todos los médicos cuyas iniciales coincidían con las que calzaban la carta. Telefoneé a todos pidiéndoles su segundo apellido, «˜para el registro del Labo­ratorio X»™.

«Aunque yo, por discreción, no hubiera publicado su nombre, el doctor G, -llamémosle así- se hubie­ra negado a recibirme, pues por obvias razones no hubiera querido verse mezclado en un asunto tan ex­traño, que haría que sus clientes dudaran de su serie­dad o de su equilibrio mental. Y a última hora, decidí esperar. Creo que algún día se comunicará conmigo sólo para confirmar algunos datos.

«Villanueva Medina tuvo mejor suerte que yo. Un pariente de Apodaca lo invitó a ir a Guadalajara y lo llevó a hablar con él. Yo le proporcioné un cues­tionario para que Apodaca contestara. Y Villanueva sostuvo una larga conversación con nuestro hombre. Sólo que él tampoco sabe en dónde está el rancho, pues fue conducido a bordo de una camioneta sin placas, con los ojos tapados con unos enormes anteojos negros, que tenían pegados por la parte interior unos círculos de esparadrapo, para impedirle toda visión.

«Pero lo importante es que Villanueva habló con él y está seguro de que dice la verdad. Confirmó también que no está en condiciones de hacer frente a una encuesta pública, por las razones que el doctor «˜G»™ ofrece en su carta.

«Una cosa me obligó a suspender las pesquisas: Ahora sé la historia de Antonio Apodaca y sus razones para permanecer en el incógnito me parecen muy respetables.

Esa historia es triste. Terriblemente dramática. Y si él no quiere ser molestado, yo lo dejaré en paz, a pesar del gran interés que tengo en seguir investigan­do este caso.

«Usted, creo yo, haría lo mismo si conociera esta historia, contada por uno de sus primos, un joven residente en Guadalajara. Y va usted a conocer la historia, porque es la justificación de que estos reportajes hayan sido publicados y de que se suspendan temporalmente.

«Antonio Apodaca Núñez -usted debe recordar que lo decía al principio de su carta- estudiaba la secundaria en Guadalajara, cuando la muerte de su padre lo obligó a ir a su rancho a hacerse cargo de la administración y a hacer compañía a su madre. Lo que no dijo Antonio fue que su padre fue asesinado en su pueblo. Y que a resultas del choque recibido, su madre estuvo muy delicada de salud y sufrió una perturbación temporal de sus facultades mentales. Gracias a los cuidados amorosos del hijo, la señora recobró la salud.

«Y Antonio empezó a trabajar en el rancho, olvi­dándose de sus planes de estudiar ingeniería. Al poco tiempo se enamoró de una señorita de su pueblo. De­cidieron casarse. Y fijaron la fecha de la boda.

«Fue entonces cuando aterrizaron en su rancho aquellos seres. Y al despedirse de ellos, en su última visita a la finca, Antonio los invitó a su boda y ellos prometieron ir, «˜si les era permitido»™.

«Pero algo terrible ocurrió. Cuando él se fue a su fantástico viaje, que duró aproximadamente seis días[2], sólo tuvo tiempo de decirle a los peones que avisaran a su madre que no tuviera cuidado, pues él iba a dar una vuelta con sus amigos.

«Al ver que pasaban los días y él no regresaba, la señora empezó a preocuparse y nuevamente sufrió algunos trastornos nerviosos, que perturbaron sus fa­cultades mentales. Pero el mal también fue pasajero. El regreso del hijo y sus cuidados lograron que pronto se restableciera.

«Entonces Antonio empezó a invitar a sus parientes y amigos para la boda, que ya era inminente. Y con gran ingenuidad, dijo a algunos de sus íntimos que no dejaran de ir, pues unos amigos suyos que venían de otro planeta, asistirían a la fiesta nupcial.

«Las murmuraciones no se hicieron esperar. Algu­nos de sus amigos comentaron aquello y llegaron a la conclusión de que Antonio no estaba en sus cabales.

«Y llegó al fin el día de la boda. Después de la ceremonia en el registro civil y en la parroquia, hubo gran fiesta en el rancho. Se brindó con tequila de bue­na cepa. Reinaba la alegría en la fiesta ranchera. Pero entonces, algunos de los invitados empezaron a preguntar con sorna, «˜a qué hora llegarían los mar­cianos»™.

«Antonio, de buena fe, les respondía que segura­mente llegarían más tarde, puesto que le habían pro­metido ir.

«Empezaron las sonrisas burlonas, después las bro­mas y éstas llegaron a tal punto, que Antonio se in­dignó y la emprendió a golpes con sus invitados. La fiesta terminó como el rosario de Amozoc»¦[3]

«El triste resultado de aquello fue que su madre volvió a recaer y que desde ese día, todos los cuida­dos fueron inútiles. Día a día, el mal se agudizaba.

«Una hermana de la señora, que reside en Guadalajara, enterada de lo que ocurría, fue a ver a Anto­nio para arreglar que la señora fuera internada en un sanatorio.

«-Mi madre -dijo él- se quedará aquí. No la internaré en un sanatorio.

«Pasó el tiempo. Una noche, cuando Antonio se ha­llaba durmiendo, despertó sobresaltado al oír unos desgarradores lamentos de su madre. Se puso en pie rápidamente y se dio cuenta de que el ala de la casa en donde dormía la señora era pasto de las llamas.

«Decidido a salvarla se introdujo a la recámara, al través de las llamas. Y pudo salir con el cuerpo ina­nimado de su madre entre los brazos. Fuera ya de aquel infierno, cayó sin sentido. Había sufrido terri­bles quemaduras en todo el cuerpo y en el rostro.

«Antonio y su madre estuvieron entre la vida y la muerte. El tardó más de dos meses en reponerse. Cuando al fin se levantó de la cama reanudó las labo­res en el rancho, pero estaba terriblemente amargado[4].

«Las quemaduras lo habían desfigurado terrible­mente. Su madre también se salvó, pero quedó muy enferma. Y aquella casa se ensombreció. Antonio fue atacado de misantropía. Dejó de saludar a sus pa­rientes y amigos y se refugió en su rancho, a sufrir su pena»¦

«Así vive ahora. Eso explica las últimas palabras de su carta:

«»™Perdóneme que le advierta de antemano que de­seo permanecer ignorado, aquí en mi rancho, y que no quiero verme envuelto en una ola de publicidad que no podría soportar.

«»™Yo no estoy en condiciones físicas ni morales para sostener relaciones con nadie. Ni siquiera puedo soportar la presencia de un extraño.

«»™Le ruego que no me busquen.

«»™Adiós»™.

«No lo buscaremos más. Si algún día él cree con­veniente recibirnos, con la promesa anticipada de que no lo molestaremos, de que iremos solos, sin fotógra­fos ni curiosos, entonces seguiremos adelante.

«Respetamos su deseo de permanecer oculto. Y lo acompañamos en su dolor, como camaradas que comprenden la tragedia que le aflige. Dios quiera que él encuentre la resignación y la fortaleza para aceptar cristianamente esta gran pena»¦

«Y ahora, amigos, no les diremos adiós, sino hasta luego. Ustedes, que han tenido la paciencia para leer esta serie de reportajes, sabrán otras cosas en su opor­tunidad.

«Por ahora, doblemos la hoja»¦»

Continuará…


[1] Si era muy serio ¿Por qué se negó a creerle?

[2] Hay un error en este dato. Apodaca fue muy explicito al afirmar que su viaje había durado «cuatro días y diecinueve horas».

[3] Expresión que tiene su origen en una divertida, aunque funesta, leyenda virreinal. Se utiliza cuando algo termina o va a terminar mal.

[4] Esta también es una incongruencia pues al inicio de la carta dirigida a Salvador Villanueva había dicho que era «más o menos feliz».

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