UNA DE FANTASMAS
Mario Méndez Acosta
De todas las creencias sobrenaturales, quizá la única que ha podido generar una literatura de muy alta calidad ha sido sin duda la que se refiere a la existencia de los fantasmas, entendiéndose éstos como la supuesta manifestación material y sensible del alma desprendida y generalmente en pena de alguna persona difunta. El fantasma tiene además la característica de que infunde miedo, un miedo difícil de explicar, que no logran despertar otros personajes de la literatura de espanto, mismo que ha sido aprovechado con maestría por muchos escritores de los más diversos países, como ocurre con el británico Montague Rhodes James, o con el estadounidense Henry James, autor de Una vuelta de tuerca, una de las obras más escalofriantes de todos los tiempos. Novelas como Pedro Páramo de Juan Rulfo, o Aura de Carlos Fuentes han llevado al fantasma al terreno de lo onírico y de la angustia existencial.
Sin embargo, no faltan en nuestro medio numerosas personas que aseguran que los fantasmas son reales, y que habitualmente ocupan casas antiguas o parajes remotos, en donde espantan, a veces con terribles consecuencias, a todo el que se presenta. Al respecto, cabe preguntarse qué implicaciones tendría para la ciencia y las leyes de la naturaleza la existencia y la manifestación material de espíritus descarnados, y qué viabilidad tendrían en el universo tal y como lo conocemos.
Se asegura que los fantasmas son los espíritus de personas que mueren en circunstancias dolorosas o conflictivas, o bien que dejaron asuntos pendientes de resolver en sus vidas, y en este caso debería revisarse el aspecto demográfico de la cuestión. Se calcula que desde que evolucionó nuestra especie han vivido en este planeta alrededor de 30 mil millones de seres humanos. Vamos a suponer, con el fin de simplificar las cosas, que sólo el Homo sapiens haya tenido la facultad de generar un fantasma cuando muere. Se sabe que cerca del 20% de las personas perece en circunstancias difíciles y una cantidad equivalente deja asuntos pendientes de cierta importancia; ello implica que en el mundo actual habría unos seis mil millones de fantasmas, cantidad que desde luego es excesiva ya que no corresponde ni remotamente al número de casos informados. En realidad, la leyenda de los fantasmas es un fenómeno marginal, reducido a unas cuantas culturas, y no hay más de una centena de fantasmas regulares y reconocidos en todo el mundo, lo cual es un argumento que apunta hacia el origen cultural y folclórico de la creencia.
El mito de los fantasmas está imaginado para un mundo plano e inmóvil, como se creía que era la Tierra antes del siglo XV, y es difícil de sostener en un planeta de forma esférica, que gira sobre su eje y se traslada alrededor del Sol, como sabemos ahora que es el nuestro. Ello se desprende del hecho de considerar normal que el fantasma sea un ente inmaterial, y que no esté hecho de esa materia ordinaria que posee masa e inercia. Se afirma que los fantasmas pueden atravesar objetos sólidos como muros y que pueden flotar, puesto que no los afecta la gravedad. El problema aquí es que como el globo terráqueo se mueve a gran velocidad y estos seres no son afectados por la gravedad, por la inercia o por la solidez de los objetos, lo que ocurriría es que, por ejemplo, un nuevo fantasma al desprenderse del cuerpo del ser humano al que perteneció no continuaría girando junto con la Tierra ni trasladándose con ella alrededor del Sol. Se quedaría fijo en medio del espacio, viendo -si es que puede ver- cómo se aleja de él nuestro planeta a gran velocidad. Un fantasma que pretendiese espantar en una casa abandonada, habría de hacer un esfuerzo consciente y constante para mantenerse en su interior, siguiéndola incesantemente a lo largo de su trayectoria, la cual determinan los movimientos del planeta. Otro problema que plantea la existencia de un espíritu descarnado es cómo percibe su entorno, cómo funcionan sus sentidos, cómo ve las imágenes o escucha el sonido. Los fotones de la luz, para ser percibidos, tendrían que ser detenidos y captados en su interior por una superficie opaca, similar a nuestras retinas, y las vibraciones del aire que conducen el sonido interactuarían con algo sólido para ser captadas. Otro problema más es el de la memoria, el juicio, el razonamiento y las emociones que pueda sentir el fantasma. Nosotros
gozamos de esas facultades o experimentamos esas vivencias porque tenemos cerebro, pero cuando éste se daña o se enferma perdemos muchas de tales facultades o quedamos totalmente inconscientes. Si un fantasma pudiese funcionar como lo hacemos nosotros sin ayuda de un sistema nervioso central, ello querría decir que en verdad ninguno de los humanos necesitamos ese órgano. La propia existencia del cerebro en los seres vivos, con todo y sus archivos bioquímicos e impulsos eléctricos neuronales que almacena nuestra memoria, viene a ser un indicio de que un espíritu sin cuerpo no puede deambular en un universo hecho de materia y espacio.
Todas las investigaciones serias realizadas por personas capaces en lugares supuestamente embrujados o habitados por fantasmas no han podido obtener evidencia real alguna de su existencia. En muchos casos, como en los del fenómeno llamado poltergeist, cuando en lugares en donde habita un niño con problemas psicológicos graves se presentan supuestamente movimientos inexplicables de objetos a distancia, se ha demostrado que es el propio individuo afectado el que prepara y lleva a cabo las supuestas manifestaciones sobrenaturales. El caso más famoso y mejor estudiado es el de la niña Tina Resch, de Columbus, Ohio, de quien se afirma movía cosas con la mente mientras nadie la veía, pero una cámara oculta demostró, en 1985, cómo la pequeña manipulaba esos objetos y los arrojaba cuando no se sabía observada. En otros casos, los sujetos utilizan incluso ingeniosos mecanismos, hechos con delgadísimos hilos de plástico, para simular que un espíritu anda tirando todo tipo de cosas al piso. El caso Resch, mencionado unas cuantas líneas arriba, lo describe James Randi en su artículo “The Columbus Poltergeist Case”, aparecido en la revista The Skeptical Inquirer, en la primavera de 1985.