BERTRAND RUSSELL, UN PACIFISTA MUY ESPECIAL[1]
Por Mauricio-José Schwarz
Muchas cosas hacen singular la personalidad de Bertrand Russell, como lógico y matemático, estudioso de la semántica, escéptico, educador, moralista e incluso político (pocos nobles como él lo era, por derecho propio, miembros de la cámara de los lores, se han postulado candidatos a la cámara de los comunes… y han ganado). Pero quizá la imagen que nos llama más la atención de este genial filósofo es, ya de edad, sentado en la calle, protestando contra la guerra. Un conde de Russell y vizconde de Amberley encarcelado por oponerse a la guerra.
CUANDO LA PAZ ERA OTRA COSA
En realidad, en el pasado la guerra no era sino una calamidad más de las muchas que se ensañaban sobre los habitantes de un planeta un tanto ingenuo. Cierto, en ella la gente moría, y los amos podían cambiar por otros más perversos. Pero en términos generales se le podía considerar simple condimento de la vida.
La paz, por su parte, significaba la cesación de las hostilidades o, más exactamente, el periodo transcurrido entre dos guerras. No se pensaba, hasta este siglo, en la guerra como algo evitable. Es más, la guerra era el método de lograr la paz con el vecino, ya en Mesoamérica o en Persia. Los incas pacificaron su dominio por medio de la guerra, como los romanos, cuya paz romana nunca alcanzó gran popularidad. Y en ese tenor se advertía: Si vis pacem, para bellum (si deseas la paz, prepara la guerra) y se desgranaban frases interesantes, que llenan libros enteros, sobre los ires y venires de la guerra.
Pero nuestro siglo vio con horror cómo la guerra empezaba a desbordar a los guerreros. El estallido tecnológico despojó para siempre a la guerra del falso manto de atractivo con que generales y gobernantes trataron de cubrir sus horrores. Bombas, ametralladoras, aviones que traen la muerte del cielo, fueron la herencia de la Primera Guerra Mundial. De ahí que alguien acuñara entonces la consigna de que esta confrontación era «la guerra para acabar con todas las guerras».
Pero simultáneamente empezaron a aparecer quienes, como los niños del cuento del nuevo traje del emperador, vieron a la guerra y gritaron que era aterradora, que no había valkirias subiendo a los guerreros al Valhala, ni bellos adjetivos para la muerte.
Uno de ellos fue Bertrand Russell. Durante la Primera Guerra, dice: «Habría sido objetor de conciencia, si no hubiera estado por encima de la edad fijada para el reclutamiento». Vale recordar que en 1914 Russell ya tenía 42 años y uno antes había publicado su obra cumbre en las matemáticas: Principia mathematica. Russell criticó acremente la entrada de Inglaterra en el conflicto y los años le dieron la razón. El militarismo, lejos de marchitarse, floreció en Europa; la democracia no avanzó. Criticó también los tratados de Versalles, advirtiendo que el castigo rígido no controlaría a Alemania, sino haría surgir el deseo de venganza. Por su activismo sufrió persecución y, en 1918, cárcel.
LA GUERRA JUSTIFICADA
Por desgracia para el mundo, la clara visión de Russell no falló y pronto vino otra confrontación, que entrañaba el peligro más grave conocido por la humanidad: el nazismo. «Nunca he sido un pacifista absoluto, ni he sido absoluto en ningún otro rubro…» afirmaba. Llegado el terror nazi, Russell apoyó sin reserva a los aliados y el esfuerzo inglés. Igualmente, años después, apoyaría la justa guerra de defensa vietnamita mientras criticaba la agresión primero francesa y luego estadunidense.
Sus opiniones, su entrega absoluta a la razón y su liberalismo, llamaron la atención de los inquietos jóvenes de los años sesenta. ¿Quién era ese sujeto inglés, de eterna pipa, que hablaba un lenguaje comprensible? No parecía real, su filosofía se refería a problemas inmediatos, había mediado entre Kruschev y Kennedy durante la crisis de los misiles en Cuba y, además había tenido el descaro de formar, en 1966, un Tribunal Internacional para juzgar al gobierno estadunidense por crímenes de guerra en Vietnam. Estaba con los jóvenes en 1968, a los 96 años de edad. Un hombre criado en la más pura tradición victoriana se ganó el apoyo juvenil.
Pero todas sus luchas palidecían ante su preocupación por la guerra final. La guerra que no traería justicia, ni sentaría las bases de un mundo nuevo. La guerra de la destrucción.
«LUCHO CONTRA LA GUERRA NUCLEAR»¦»
«La humanidad se enfrenta con una alternativa que no ha surgido nunca, antes de ahora, en la historia: o se renuncia a la guerra o se va al aniquilamiento de la raza humana», establecía Russell en un discurso, leído en ausencia en el Congreso Mundial de la Paz de Helsinki. En efecto, el estallido de la bomba atómica en Hiroshima provocó por primera vez el surgimiento de verdaderos pacifistas. No sólo personas que se oponían a las desagradables consecuencias de las guerras, sino que percibían que de desatarse una tercera guerra mundial, ya no habría otra. No era cuestión, no es cuestión ya, de mera ética, de estética o de ideología, sino de simple y llana supervivencia. Russell fue el líder entre ellos y su pacifismo, así, se mostró radicalmente distinto al de Gandhi, y en general al de todos sus predecesores.
Curiosamente, dada la mentalidad usualmente torcida que nos rige, Russell basaba todas sus esperanzas en los valores esenciales del hombre. «El futuro del hombre está en juego, y si llega a ser suficiente el número de los que se den cuenta, ese futuro estará asegurado. Quienes hayan de sacar al mundo de sus dificultades necesitarán coraje, esperanza y amor. ¿Lograrán prevalecer? No lo sé. Pero más allá de toda razón, estoy firme y plenamente convencido de que lo lograrán», afirma en 1957.
Y pasa la estafeta: «Yo desearía morir en pleno trabajo, sabiendo que otros continuarán lo que yo ya no puedo hacer, y contento al pensar que se hizo lo que fue posible hacer», dice en su ensayo «Cómo envejecer».
A los 98 años, el 2 de febrero de 1970, Russell murió en pleno trabajo. Hizo más que la mayoría de la gente, pero dejó un mundo aún en peligro.
Eso… y la esperanza.
[1] Publicado originalmente en Revista de Revistas No. 3944, México, 30 de agosto de 1985. Pág. 25.