INGENIEROS DE LA ANTIGÜEDAD[1]
Mario Méndez Acosta
Pocas personas están capacitadas para comprender el enorme trabajo que hubo de desarrollar el ser humano para alcanzar el grado de civilización del que en mayor o menor medida disfrutamos en nuestros días.
Si como señalan las más recientes evidencias paleoantropológicas el hombre inteligente existía ya hace unos dos millones de años, no podemos sino asombrarnos de la enorme cantidad de tiempo transcurrido hasta que, hace unos treinta mil años, los cromagnones estuvieron en posibilidad de integrar culturas en las que ya se podía contar con herramientas de roca y hueso de gran calidad, vestimenta y armas de distinto tipo e incluso objetos artísticos y de y de culto. Se sabe también que llegaron a calcular el movimiento de astros y planetas, sentando con ello las bases de la astronomía antigua.
Todo esto representaría un trabajo muy duro, pero no debe olvidarse que hace unos cien mil años el ser humano tenía ya la capacidad intelectual y de introspección que posee en nuestros días. Durante incontables generaciones el hombre vivió en la pradera o en la selva, sin conciencia de que el futuro podría llegar a ser diferente, pero descubrimientos tan importantes como el fuego, el arco, el lanza dardos, el cultivo de las semillas y la domesticación de los animales se hicieron una y mil veces, y una y mil veces se perdieron.
De pronto, hace unos diez mil años, las cosas empezaron a cambiar. Las presiones de la creciente población y el progreso de la agricultura y la ganadería permitieron el surgimiento de las primeras grandes concentraciones urbanas. Todavía en la edad de piedra, Jericó era una ciudad hecha y derecha, con más de diez mil habitantes, edificios y templos de roca, que vivió del comercio y de las exportaciones agrícolas.
A muchos sorprende la súbita aparición de la cultura egipcia, pero esto es engañoso, pues antes de la primera dinastía tuvieron que pasar cinco o seis milenios de consolidación de los elementos civilizatorios, como son la arquitectura, el riego y la navegación. Lo que sí fue súbito fue el surgimiento de la historia, es decir, del registro escrito de los acontecimientos. Esto es lo que hace que se despisten quienes quieren ver algo «repentino y misterioso» en la aparición de las primeras civilizaciones fluviales, como Egipto, Sumeria, la India y China.
De esta forma y entrando en nuestro tema se puede afirmar que el origen de la ingeniería y de la tecnología se pierde -como dice el lugar común- en la noche de los tiempos, pero ello no quiere decir que haya algo misterioso en el asunto. Quien sea incapaz de imaginarse el larguísimo periodo de aprendizaje por el que hubo de transitar la humanidad en su proceso civilizatorio tenderá generalmente a buscar alguna explicación prodigiosa para el surgimiento de la civilización. Los antiguos pensaban de esta manera. En casi todos los pueblos y las mitologías aparece al menos una leyenda, en la que algún dios o semi dios (Prometeo, Quetzalcóatl, Kukulcán, Viracocha, Manco-Capac, etc.) baja a la tierra y entrega las claves del conocimiento a los hombres.
El problema es que esta forma de pensamiento mágico persiste de alguna manera en nuestros días, pues hoy ya no son dioses quienes supuestamente instruyeron al hombre; para muchos seudocientíficos de la historia y de la arqueología los civilizadores fueron ya sea los extraterrestres o bien culturas antiguas, desaparecidas en algún desastre, sin embargo, permanece el misterio de quiénes a su vez civilizaron a dichas culturas antiguas o a tales extraterrestres.
La seudociencia es ante todo un buen negocio, algo muy próspero que florece en todas las ramas de la ciencia, y en el aspecto histórico, éste consiste en la venta de libros y revistas, en el pago de conferencias ante grupos de incautos y en la organización de recorridos turísticos por el «lugar donde estuvieron los dioses extraterrestres», bajo la guía del astroarqueólogo más famoso. Por supuesto, el caso más célebre de un seudocientífico de la arqueología es el del suizo Erich von Daniken.
Daniken no se mide. Para él toda hazaña tecnológica o arquitectónica que no se encuentre históricamente bien documentada es obra de los extraterrestres, los cuales en diversas épocas han bajado a darnos ayuda, y siempre tiene cuidado de ubicar su visita justo antes de aparecer la documentación histórica. Por ejemplo, en el caso de las pirámides de Egipto, aunque hay registros históricos de las primeras cuatro dinastías, éstos no son detallados y se refieren a cuestiones genealógicas, por lo que Daniken está en libertad de decir, con cierta impunidad, que los extraterrestres fueron quienes instruyeron a los egipcios, de modo que pudieran situar sus pirámides mediante fotografía aérea, orientación geomagnética y el uso de la antigravedad para mover las rocas. Sin embargo, este seudocientífico nunca podría especular, por ejemplo, respecto a la construcción del acueducto de Segovia, edificado por los romanos, ya que para éste hay amplios registros, tan detallados que incluyen el pago de los obreros y contratistas que llevaban a cabo las obras.
Así, Daniken se refiere a la intervención de los extraterrestres en la vida cotidiana de los mayas, a pesar de que sitúa su visita entre el siglo V y el VIII de nuestra era. Por supuesto que no existen registros históricos locales de esa época, y los pocos que hay permanecen intraducibles; sin embargo, en ese tiempo reinaron en Europa Justiniano, Carlomagno y Harum Al Rashid, en el califato de Bagdad, y no puede dejarnos de sorprender que ellos no registraran el paso de nave interplanetaria alguna ni contactos de ningún tipo con los innumerables seres extraterrestres que según Daniken pululaban en esos tiempos. El problema de la falta de coordinación y ajuste de las fechas también afecta a quienes quieren hallar relaciones entre las pirámides egipcias, datadas unos 2800 años a.c., con las pirámides mesoamericanas, fechadas entre 500 y 1 500 d.C. Es decir, la última pirámide egipcia se construyó 2 500 años antes de la primera mesoamericana.
[1] Publicado originalmente en Ciencia y Desarrollo, No. 145, México marzo/abril de 1999. Págs. 90-91.