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El cocolitzli, la "muerte negra" de los aztecas

EL COCOLITZLI, LA “MUERTE NEGRA” DE LOS AZTECAS

Juan José Morales

Sobre las grandes epide­mias que diezmaron a la población de México en el siglo XVI después de la Conquista, dejándola reducida de 22 a sólo 2 millones de personas, no parecía haber ningún enigma. La explicación aceptada desde hace mucho es que se debie­ron a enfermedades desconocidas en América e introducidas por los españoles, como sarampión, pape­ras y -especialmente- viruela, contra las cuales los indígenas care­cían de defensas naturales.

AcunaSoto Los culpables, pues, parecían plenamente identificados. Pero -como en las series policíacas de televisión- el epidemiólogo mexi­cano Rodolfo Acuña-Soto decidió reabrir el caso casi 5 siglos des­pués, y tras años de escarbar en los documentos de la época descubrió nuevos y reveladores detalles que lo llevaron a la conclusión -ahora ampliamente aceptada en los medios científicos internacionales y respaldada por subsiguientes tra­bajos de varios investigadores- de que aquella megaepidemia se debió a otra enfermedad.

Acuña-Soto -profesor e inves­tigador en el Departamento de Microbiología y Parasitología de la Facultad de Medicina de la UNAM-, dice que los aztecas conocían bien la viruela, quizá desde antes de la llegada de Cortés, y le llamaban zahuatl. Según los registros de la época colonial, hubo epidemias en 1520 y 1531 que, como es común, duraron alrede­dor de un año. En total murie­ron unos 8 millones de personas. Pero –agrega – la epidemia que se desató en 1545, seguida de otra en 1576, parece haber sido de una enfermedad totalmente dis­tinta y mucho más virulenta, a la cual los indígenas denominaban cocolitzli, que causaba una muer­te rápida, era muy contagiosa y en corto tiempo se propagó por todo México, excepto las zonas coste ras.

Ese vocablo, cocolitzli, se usa todavía en algunas regiones de ha­bla náhuatl como sinónimo de enfermedad mortal y de él tal vez deriva la expresión “Me fue del cocol”, que significa haber sufrido graves problemas.

MEGASEQUÍA Y MEGAEPIDEMIA

Epidemia El cocolitzli, según Acuña-Soto y las descripciones del protomédico Francisco Hernández, testigo de la epidemia, era una forma de fie­bre hemorrágica caracterizada por elevada temperatura, fuerte dolor de cabeza, vértigo, profuso sangra­do por nariz, ojos, oídos y boca, intenso dolor de tórax y abdomen, ictericia, orina negra, trastornos neurológicos y nódulos detrás de las orejas. Duraba 3 e 4 días y la mayoría de los enfermos morían. Atacaba casi sólo a los indígenas, no a los españoles. Se estima que la epidemia de 1576 acabó con el 45% de la población del país, lo cual fue una catástrofe demográfi­ca comparable a la peste bubónica o “muerte negra” de la Europa medieval. Después, aunque el mal siguió siendo común durante la Colonia, ya no hubo brotes de tal magnitud.

Epidemia2 Si el cocolitzli existía en el México prehispánico, los indígenas tenían – o debían tener- defensas natu­rales contra él. Resultaría anómala entonces su extrema virulencia en los años posteriores a la Conquista. Acuña-Soto lo atribuye a los efectos de una aguda y prolongada sequía – quizá la más severa en 20 siglos ­que se prolongó 40 o 50 a .os y afectó a casi todo México, parte de Centroamérica y una vasta región de los actuales Estados Unidos y fue equiparable a las 4 de parecida duración ocurridas entre los años 750 Y 950 de nuestra y a las cuales algunos investigadores atribuyen el colapso de la civilización maya en el sureste de México y de la cultura teotihuacana en el centro del país. Las grandes sequías, al trastocar la hidrología, la flora, la fauna y la ecología de una región en general, han estado ligadas históricamente a brotes epidémicos. En este caso, la epidemia pudo haber sido resulta­do de aquella gran sequía.

El agente causante del cocolitzli no ha sido identificado, pero a juzgar por las características de la enfermedad y la manera como se propagó, es muy probable que fuera un virus del grupo de los hantavirus, de los cuales se cono­cen actualmente al menos 14 espe­cies o serotipos y son llamados así porque el primero se descubrió en 1951 a orillas del río Hantang en Corea. Se transmiten a través de agua, alimentos o aire conta­minado con orina, excrementos y saliva de ratones, topos y otros roedores, o por mordedura o sim­ple contacto con estos animales. Producen fiebre hemorrágica con síndrome renal o pulmonar, según ataquen los riñones o los pulmo­nes y son responsables de unos 100,000 casos anuales, fundamen­talmente en Asia pero también en Europa y, en mucho menor grado, en América.

PELIGRO LATENTE

Epidemia3 Las epidemias por hantavirus ocu­rren usualmente después de una prolongada sequía seguida por un breve periodo de copiosas lluvias. En esas condiciones se produce una gran proliferación de roedores, con el consecuente incremento en la posibilidad de que los seres huma­nos entren en contacto con ellos.

Los hechos encajan en el cua­dro, pero queda explicar por qué el mal atacaba casi exclusivamente a los indígenas y no a los españo­les, aunque éstos no habían estado anteriormente expuestos a él y por tanto no podrían haber desarrolla­do impunidad. Acuña-Soto y sus­ colaboradores sugieren que ello se debió a que, por su condición de conquistadores y mayor jerar­quía social, gozaban de mejores condiciones de vida, tenían me­nos contacto con los roedores y no sufrían la aguda tensión emocional de los indígenas, quienes no sólo padecían hambre, insalubridad y privaciones, sino también el impacto anímico de la derrota, condiciones todas que los hacían más vulnerables a enfermedades.

Mega El siguien­te paso en las investigaciones sería tratar de identificar al virus responsa­ble de la gran epidemia, el cual quizá pueda encon­trarse en restos de personas muertas en aquel entonces. También es posible que exista en poblaciones de roedores silvestres. Pero aunque todavía se mantenga latente en los animales, en mucho tiempo no ha habido brotes de la enfermedad y los científicos consideran muy improbable que pudiera ocurrir uno de gran magnitud, pues en la actualidad las condiciones ambien­tales y sanitarias son totalmente diferentes a las de aquellos tiempos. La “muerte negra” de los aztecas, por fortuna, difícilmente podría resurgir.

Los cuentos cuánticos del doctor Chopra

LOS CUENTOS CUÁNTICOS DEL DOCTOR CHOPRA

Juan José Morales

Deepak Uno puede preguntarse para qué tenemos médicos, medicamentos, hospitales, quirófanos, funerarias y cementerios si ya existe la medicina cuántica, un maravilloso y eficaz cúralo todo que permite a cualquier persona mantenerse sana y fuerte, curarse por sí misma si es necesario, y hasta burlar a la muerte con la pura fuerza de voluntad. Porque, según la medicina cuántica, la salud y la enfermedad son simple­mente decisiones y la gente enferma porque no tiene fuerza de voluntad para mantenerse sana, se cura por­que desea hacerlo, y muere porque no se esfuerza por seguir viva. Al menos eso asegura la pomposamen­te llamada medicina cuántica, a cuya popularización contribuyó una reciente película titulada ¿Y tú qué@#V!* sabes?, un mero batidillo de conceptos de la física moderna y filosofías orientales.

La supuesta medici­na fue ideada por Deepak Chopra, quien tiene en su favor el ser indo, y ya se sabe que para los devotos de las medicinas alternativas el solo hecho de que algo o alguien provenga de la India es como un sello de garantía.

Chopra nació en la India en 1947. Ahí estudió medicina, se gra­duó en 1968 y 12 años después emigró a Estados Unidos, donde llegó a ocupar cargos importantes como endocrinólogo en un afama­do hospital y fue catedrático en 2 reconocidas escuelas de medicina. Pero pronto descubrió que la charlatanería dejaba mucho más dinero y comenzó a embaucar pacien­tes con tratamientos de «medicina ayurveda» basada en energías espi­rituales, fuerzas internas, hierbas y brebajes supuestamente utiliza­dos por los santones hindúes hace 6,000 años y rescatados por él de antiguos textos védicos. Sólo que como eso de las terapias milenarias ya está bastante choteado, decidió darles un aire científico.

Así nació la medicina cuántica, adornadita con terminología to­mada de la rama de la física también conocida como mecánica cuánti­ca o mecánica ondu­latoria, que todo el mundo ha oído men­cionar pero conocida y realmente com­prendida por pocos. Entre otras cosas, la física cuántica per­mitió saber que la energía no es con­tinua pues se mani­fiesta en forma de pequeñísimas unida­des -denominadas cuantos- y que las partículas elementa­les integrantes de los átomos se compor­tan como diminutos paquetes de ondas.

Para los físicos esto no tiene nada de extraordinario o misterioso y manejan la dualidad onda-partícu­la sin problemas.

PACIENTES ESTÚPIDOS

La pseudomedicina inventada por Chopra recurre al llamado principio de incertidumbre de Heisenberg, según el cual no se puede medir simultáneamente la posición y el impulso de una partícula elemental porque el dispositivo de medición influye sobre ella y altera su posi­ción o movimiento. De ahí Chopra sacó la peregrina conclusión de que la conciencia del ser humano que observa esos fenómenos deter­mina lo que ocurre. O, dicho de otro modo, la mente del observador dirige los fenómenos.

Conviene aclarar que según explicó el propio Heisenberg, los fenómenos ob­servados nada tie­nen que ver con su registro por la men­te del observador, pues existen por sí mismos, y añadió que «la teoría cuán­tica no contiene ele­mentos subjetivos genuinos, no intro­duce la mente del físico como parte del acontecimiento atómico».

Chopra, sin em­bargo, afirma que si la conciencia del observador puede determinar lo ocurrido con las par­tículas elementales (lo cual es erró­neo), la conciencia de un ser huma­no puede guiar cuanto ocurre en su cuerpo. Su conclusión: para curar­se basta y sobra con la decisión del propio enfermo, desde luego con cierta ayudadita de los libros, men­jurjes y terapias del propio Chopra. Y, planteadas las cosas en sentido inverso, si alguien enferma no es debido a bacterias, virus o defectos genéticos, sino a que el enfermo es demasiado estúpido o indolente para no ordenar a su cuerpo man­tenerse sano, o porque no supo aplicar las sabias instrucciones del gurú Chopra.

Así, en su libro Ageless body, timeless mind («Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo»), sostiene que un paciente puede, por ejemplo, curarse del cáncer si salta «a un nuevo nivel de conciencia que prohíbe la existencia del cáncer (…) se trata de un «salto cuántico» de un nivel de funciona­miento a otro nivel superior».

Así de sencillito. Olvídese de la quimioterapia o la radioterapia. Basta ordenárselo al cuerpo para que el cáncer -o la diabetes, o el enfisema pulmonar, o la cirrosis hepática, no importa qué- desaparezca como por ensalmo.

EL BRINQUITO FALLIDO

La medicina cuántica viene a ser como las típicas recetas de los libros de superación personal nada más que aplicado a la salud y la vida eterna. Di «No tengo cáncer» y no lo tendrás. Di con toda firmeza «Estoy sano y fuerte» y lo estarás. Di «No moriré» y vivirás eternamente.

Cierto: la terminología pseu­docientífica de Chopra engaña a muchos, pero no tiene el menor fundamento. Los fenómenos cuánticos son reales, pero se manifiestan sólo a nivel subatómico, no en la esca­la macroscópica de células, tejidos y órganos. El cuerpo humano no puede pasar «de un nivel cuántico a otro», y decir que los fenómenos cuánticos determinan su funciona­miento es tan absurdo como supo­ner que uno vivirá más si viaja fre­cuentemente en avión, porque según explica la teoría de la relatividad el tiempo transcurre más lentamente a mayor velocidad. Eso es cierto, mas tal efecto sólo se manifiesta de mane­ra apreciable a velocidades cercanas a la de la luz, es decir, 300,000 kilómetros por segundo.

Chopra no se limita a escribir libros -lleva ya unos 25 títulos que se venden por millones-, dictar conferencias y organizar semina­rios: ha montado todo un sistema de comercialización de un amplio surtido de bebistrajos, aceites aro­máticos y pócimas cuyas «vibracio­nes» controlan la «vibración cuán­tica» del cuerpo.

Ninguna de sus afirmaciones ha sido sometida nunca a escru­tinio científico, pruebas clínicas o experimentos de laboratorio. Son simplemente cuestión de fe. Pero sobran ingenuos creyentes de tales patrañas, entre ellos famosos perso­najes como Demi Moore, Elizabeth Taylor, Michael Jackson y el ex Beatle George Harrison, aunque a éste último Chopra prefiere no mencionarlo: a fines de 2001 murió víctima del cáncer en el cerebro que había ofrecido curarle nomás con un brinquito cuántico.

Leyes y cárceles en el mundo prehispánico

LEYES Y CARCELES EN EL MUNDO PREHISPÁNICO

Por Juan José Morales

Los partidarios acé­rrimos de la ley y el orden y de aplicar mano dura contra los delincuentes se habrían sentido muy a gusto en el mundo prehispánico… hasta que les tocara caer en manos de la justicia. Los puré­pechas o tarasca s, por ejemplo, no tenían contemplaciones con los ladrones y homicidas, pero tampoco con los adúlteros, y quien desobedeciera al rey ter­minaba en el cadalso.

Según las normas actuales, las sociedades prehispánicas podrían considerarse extrema­damente puritanas, como lo demuestran los castigos aplicados a la homosexualidad, la sodomía y el incesto. El adulterio también implicaba exponerse a la pena de muerte, aunque -a diferencia de las normas judeocristianas e islámicas- este castigo no era automático y en algunos pueblos se aplicaba a los hombres, no a las mujeres.

Un estudio de la criminólo­ga veracruzana Bernarda Reza Ramírez señala que aztecas, mayas, zapotecos y purépechas tuvieron sistemas de justicia muy simples que no pretendían en modo alguno rehabilitar al delincuente o segre­garla de la sociedad, sino imponerle un castigo inmediato, por lo gene­ral muy riguroso, o la reparación del daño que hubiera ocasionado.

Los aztecas castigaban los robos comunes con esclavitud, hasta que el delincuente restituyera con su trabajo el monto de lo robado. Pero en algunos casos, como el hurto de maíz en el campo, la pena era de muerte, que podía ser por lapidación. Con la muerte sancionaban también el incesto, la sodomía, el asesinato -incluso de un esclavo-, el lesbianismo y la homosexualidad. En este último caso, el castigo era atroz, pues al sujeto activo se le empa­laba y al pasivo se le arrancaban las entrañas por el ano.

Entre los mayas el robo era también duramente sancionado, incluso con la esclavitud. Igual castigo se aplicaba a quien no pagara sus deudas. En cambio, para quien cometía homicidio culposo pero no intencional había cierta lenidad y el asunto se zanjaba con una indemni­zación pecuniaria a los deudos de la víctima, que usualmente se daban por satisfechos con ello. La pena por matar a un esclavo -así fuera deliberadamente- se redu­cía a compensar económicamente al dueño.

TATUAJES

Por supuesto no en todos los casos las penas eran de muerte, escla­vitud o indemnización, también las había de azotes, mutilación o deshonrosas y hasta degradantes. Entre los zapotecos, la embriaguez y la desobediencia a las autoridades ameritaban flagelación; los aztecas castigaban la calumnia cortándole los labios y a veces las orejas al culpable; entre los mayas, a quienes cometían ciertos delitos menores, se les rapaba para exponerlos a la vergüenza pública, pero tam­bién condenaban a los funcionarios públicos corruptos a una forma de humillación o vindicta popular que quizá mucha gente quisiera ver restablecida: ante todo el pue­blo, en una ceremonia en la plaza principal, se les tatuaban en ambas mejillas figuras alusivas a sus deli­tos, que debían llevar como estigma el resto de su vida.

Entre los mayas la actividad sexual era muy riesgosa. Corromper a una virgen se castigaba con la muerte. A los violadores se les mataba lapidándolos, con la participación del pueblo entero. Igual sanción se aplicaba a los respon­sables de estupro, pese a que en este delito no se ejerce violencia ni se somete por la fuerza a la vícti­ma sino únicamente se le seduce mediante engaños. Y las prácticas homosexuales masculinas se casti­gaban con la muerte en un horno ardiente.

Entre los zapotecos la mujer adúltera se exponía a recibir sen­tencia de muerte, pero podía ser perdonada por el marido, aunque después ya no podía vivir con ella. El amante de la adúltera debía pagar una multa y si tuvo hijos con ella, trabajar para mantenerlos.

Los mayas también castigaban el adulterio femenino, aunque no con la muerte e igualmente dejando en manos del esposo la potestad de ejercer la pena, que -curiosamen­te- no recaía sobre la mujer sino en su cómplice, quien era entrega­do al marido ofendido. Éste tenía la opción de perdonarlo o matarlo con sus propias manos. Para la mujer se consideraban suficiente castigo la vergüenza y la infamia públi­cas a que era sometida. No deja de ser notable que los mayas fue­ran tan considerados con las adúl­teras, a las que en cambio los antiguos cristianos daban muerte por lapidación, castigo aún vigente en la ley islámica.

CERCADOS Y JAULAS

Como no existía el concepto de penas de prisión a largo plazo ni, mucho menos, de rehabilitación del delincuente, no había cárceles propiamente dichas, en el sentido de lugares de confinamiento per­manente. Sólo se usaban cercados y jaulas de madera a modo de encie­rro provisional, en tanto se les apli­caba la pena correspondiente, para prisioneros de guerra, delincuentes, esclavos fugitivos recapturados y otros individuos.

«Una cárcel como las que fun­cionan en la actualidad no era necesaria -comenta en su estudio la criminóloga Reza-, ya que los castigos eran tan severos y crue­les que el infractor necesitaba una tumba, no una cárcel». Lo anterior, sin embargo -añade- no debe hacer pensar que los antiguos mexi­canos vivían en la anarquía o tenían sociedades primitivas. Simplemente «Sus valores eran diferentes y si actuaban de manera tan brutal, era porque anteponían la seguridad social a la individual. En la Europa medieval se dieron casos tanto o más brutales que en el México pre­hispánico».

En efecto, si se han de hacer comparaciones, los conquistadores españoles tenían prácticas horri­pilantes, como matar a los here­jes quemándolos vivos en la hoguera o -si se apiada­ban de ellos- mediante el garrote vil, una forma de estrangulamiento lenta, prolongada y muy dolo­rosa. y hasta donde se sabe, aztecas, mayas, zapotecos y purépe­chas no emplearon la tortura para arrancar confesiones a los presun­tos delincuentes, como Inquisición.

El doctor Bach y sus florecillas del campo

EL DOCTOR BACH Y SUS FLORECILLAS DEL CAMPO

Juan José Morales

Bach El ácido acetilsalicílico o aspirina, el medicamento de más amplio uso en la histo­ria, fue aislado de la corteza del sauce blanco, Salix alba, que durante siglos se había emplea­do como analgésico y antipirético.

Origen semejante tuvieron muchos otros productos farmacéu­ticos. Pero ningún químico podrá jamás aislar los principios activos de las Flores de Bach, usadas como supuesto remedio para cuanto pade­cimiento pueda imaginarse.

Y no podrá lograrlo por­que las esencias o elíxires del doctor Bach no son de natu­raleza material sino insustan­cial. Son, para usar la confusa jerigonza de quienes las pro­mueven y venden, «elementos sutiles no farmacológicos que no presentan principios ac­tivos químicos pero poseen alta carga vibracional… líqui­dos vehículo de inteligencia esencial y carga espiritual… (que) no pueden ser someti­dos a análisis de laboratorio como las sustancias quími­cas… (y) funcionan como transmisores de un código de inteligencia energética».

La llamada terapia floral nació en la segunda década del siglo XX, cuando el mé­dico homeópata británico Ed­ward Bach -también dedicado a la astrología, la alquimia y la botánica hermenéutica, con lo cual queda dicho todo- comenzó a estudiar las flores de los campos de la región de Gales donde vivía y dijo haber comprobado que las gotas de rocío que se forman sobre sus delicados pétalos tienen insos­pechadas propiedades curativas. ¿Cómo lo descubrió? Muy sencillo: Dios se lo reveló personal y direc­tamente. Así le ahorró el trabajo de realizar observaciones, análisis, experimentos y pruebas clínicas como acostumbran los médicos y científicos sin trato directo con la divinidad.

Además, según él, para curar enfermedades -citemos sus pro­pias palabras- «No se requiere ciencia alguna, ni conocimientos previos», sino que puede hacerse «sin ciencia, sin teorías, pues todo en la naturaleza es simple».

INTANGIBLES ELIXIRES

Así fue como este astrólogo, alqui­mista, homeópata y descifrador de los mensajes ocultos de las plantas (a eso se refiere la botánica her­menéutica), elaboró una lista de 38 especies vegetales cuyas flores -dijo- contienen esencias con propiedades específicas sobre los males que más adelante se verá. Pe­ro antes de continuar conviene pre­cisar que las tales esencias no son los vulgares compuestos que los químicos designan con ese nombre, sino «esencias espirituales», «vibra­ciones inmateriales» – y por tanto imposibles de analizar o medir -emanadas de las flores.

Su método original para captu­rar tan maravillosos cuanto intangi­bles elíxires consistía en recolectar las gotas de rocío de los pétalos, pues el agua «conserva las vibra­ciones florales», de modo que al administrar el líquido al paciente, se le transmite la benéfica influen­cia de las flores. Luego desarrolló otras técnicas que incluían el uso de alcohol. En especial recomenda­ba brandy o coñac, aunque no está muy claro si para reforzar el poder curativo del brebaje o para hacerla más apetecible.

Pero las únicas, auténticas, legí­timas e infalibles Flores de Bach, son las de la campiña inglesa. Sólo esas transmiten sus vibraciones espirituales a las gotas de rocío. y nadie debe preocuparse por una sobredosis ni, mucho menos, por efectos colaterales, pues «las Flores de Bach son medicamentos energé­ticos, no remedios químicos, y no dependen de la cantidad tomada, sino de la frecuencia con la cual se toman. Ellos impregnan lentamente nuestros cuerpos sutiles».

ALMA VERSUS MENTE

Fundacion ¿Para qué sirven? ¿Para curar el cáncer, la cirrosis hepática, la neu­monía, la gota o la artritis? No. Según el doctor Bach, las enferme­dades no son causadas por virus, bacterias, trastornos orgánicos, fac­tores genéticos o tumores, como creen los médicos. «Son -escribió en su libro Heal thyself («Cúrese a sí mismo»)- fruto del conflic­to entre el alma y la mente». En concreto, afirmaba que la enferme­dad es consecuencia del temor del cuerpo a dejarse dominar por el Ser Superior, que es el Alma Humana. La enfermedad – añadía – puede adoptar 7 formas básicas, a saber: orgullo, odio, crueldad, ignorancia, inestabilidad, desaliento y egoísmo. Por lo tanto, sus remedios florales no se aplican a enfermedades espe­cíficas o tipos generales de padeci­mientos ni están relacionados con sintomatología alguna, sino que se refieren vagamente a estados de ánimo como temor, incertidumbre, desinterés por el presente, soledad o preocupación excesiva.

La Acrimonia eupatoria, por ejemplo, se recomienda a quienes esconden el sufrimiento tras una apariencia indiferente y feliz. La flor de álamo temblón o Populus tremula, es para quienes tienen miedo a la muerte, la oscuridad, la religión y lo sobrenatural; en tanto que la de centaura, Centaurium umbellatum, es excelente para los que no saben decir no y se extra­limitan en su deseo de agradar, llegando al servilismo.

Por su parte, la de aulaga, Ulex europaeus, está que ni mandada ha­cer para quienes carecen de fe y con­sideran vano todo. Ahora bien, si alguien tiene vergüenza o una sen­sación de suciedad e impureza, no necesita más que tomarse un elíxir espiritual de manzano silvestre, Ma­lus pumilla, y quedará rechinando de limpio por dentro y por fuera. ¿Quiere combatir los celos, la ira, la envidia, el resentimiento y la desconfianza y acrecentar su capa­cidad de amar? La solución es el acebo, Ilex aquifolium. Y así por el estilo.

LA FUERZA DE LA SUGESTIÓN

No sólo el ser humano se benefi­cia con las florecillas del campo del doctor Bach. También se re­comiendan para perros, gatos y otras mascotas, y hasta para caba­llos y ponies, animales que por lo visto también experimentan odio, orgullo, celos, envidia y miedo a la religión. Por disparatada que resulte, la terapia de Bach es un floreciente negocio. Libros y esen­cias florales se venden en docenas de países y proliferan los «tera­peutas», en su inmensa mayoría sin formación profesional alguna. Estos charlatanes afirman que la terapia floral ha sido reconocida, avalada, respaldada o recomendada por la Organización Mundial de la Salud, pero es mentira. La OMS simplemente la incluyó, junto con otras muchas, en una lista de prác­ticas «alternativas», como el espi­ritismo y la hechicería. Mal haría la OMS en tomarla en serio, dado que es tan sólo una serie de ideas mágicas y religiosas y no utiliza sustancias que puedan ser estudia­das y analizadas sino elementos «inmateriales».

Y no es del todo inofensiva, pues si bien los espíritus de las flores no causan daño alguno ni tampoco curan nada – obviamente, no tie­nen el menor efecto sobre el orga­nismo-, se corre el mismo riesgo que con toda seudomedicina: que por confiar en una falsa curación el paciente no busque tratamiento médico efectivo y cualquier enfer­medad que sufra empeore hasta volverse incurable o mortal.

Ahora bien, si como alegan al­gunos, las Flores de Bach pueden actuar a través de la sugestión, re­sulta mucho más sencillo y barato tomarse una taza de té o de café y repetirse 1,000 veces que eso le habrá de curar todos sus males.

Lucilo Vanini, pionero de la evolución

LUCILIO VANINI, PIONERO DE LA EVOLUCIÓN

Por Juan José Morales

Vanini1 Casi 2 siglos y medio antes de que Darwin publicara su famoso libro sobre el origen de las especies por selección natural, en el cual demostraba que los primates y el hombre descienden de un ances­tro común, Lucilio Vanini, sacer­dote y filósofo italiano, expuso una tesis semejante. Pero si a Darwin su teoría le trajo gloria y fama en el mundo científico -aunque tam­bién críticas, burlas y ataques por parte de la Iglesia-, a Vanini sus ideas le costaron persecución, cár­cel y una muerte atroz.

Este pensador visionario nació en 1585 en la pequeña ciudad de Taurisano, en el «tacón» de la bota que parece formar el contorno de la península italiana. Fue hijo de una noble española y un ancia­no funcionario, Giovanni Battista Vanini, quien con sus 70 años de edad más bien parecía su abuelo o su bisa­buelo, y aunque fue mucho más longe­vo que la generali­dad de sus contemporáneos, murió cuando Lucilio tenía 18 años y apenas comenzaba la carrera de leyes en la Universidad de Nápoles. La orfandad lo dejó sin sostén eco­nómico para continuar sus estudios y se vio forzado a ingresar a un monasterio carmelita, donde a los 21 años se graduó en derecho civil y canónico.

No fue, sin embargo, un fraile más del montón, ni buscó una cómo­da posición en el servicio público. Antes de 2 años ya había logrado ser transferido a otro monasterio cerca de Padua, lo cual le permi­tió matricularse en la Facultad de Teología de la universidad de esa ciudad. Pero tampoco pudo con­cluir sus estudios. Envuelto en los conflictos políticos entre el papa Paulo V y la República de Venecia -a la cual Vanini apoyaba-, tuvo que retirarse a Nápoles.

PERIPLO EUROPEO

LucilioVanini De ahí -al estilo de los intelectuales de la época- inició un largo peri­plo por Francia, Alemania, Suiza, Holanda y Gran Bretaña para conocer universidades, ponerse en contacto con otros filósofos, in­tercambiar ideas con ellos y difundir las propias. Vivía de impartir clases donde podía y se dice que comenzó a hacerse llamar grandilocuente­mente Giulio Cesare (Julio César) para denotar que su grandeza e importancia eran comparables a la del fundador del imperio romano. Pero al parecer fueron sus enemigos quienes le atribuyeron falsamente el uso de tal sobrenombre, para desacreditado pintándolo como un megalómano desquiciado.

En Inglaterra, por razones que sus biógrafos no han logrado aún aclarar, fue encarcelado durante 49 días en la célebre Torre de Londres, una prisión reservada para perso­nas notables. Puesto en libertad, volvió a Italia y trató en vano de obtener un puesto de maes­tro en Génova. Emigró entonces nuevamente a Francia, donde fue nombrado capellán del mariscal de Bassompierre y consiguió una cáte­dra en la Universidad de Toulouse. Para entonces ya comenzaba a descollar en el mundo intelectual europeo por sus heterodoxas teorías filosóficas y se le tachaba de ateo, acusación que en aquellos tiempos no era para tomarse a la ligera, pues implicaba terminar en una mazmorra de la Inquisición o en el cadalso.

Vanini fue uno de los exponen­tes -y mártires- de la corriente filosófica que en las primeras déca­das del siglo XVII buscó romper con los dogmas escolásticos y la entonces indiscutida autoridad de Aristóteles, que constituía el pen­samiento oficial de la Iglesia. Como miembro de esa corriente reno­vadora, pregonaba la libertad de pensamiento y el racionalismo por contraposición a los dogmas.

NATURALISMO PANTEÍSTA

Vanini2 Sus ideas pueden encuadrarse en el naturalismo panteísta, según el cual Dios y Naturaleza no son entes distintos y separados, sino una y la misma cosa. Para él las leyes de la Naturaleza eran las leyes de Dios, y consideraba que el mundo no había sido creado sino que era eter­no y estaba gobernado por leyes inmutables. Esto chocaba con el concepto católico de la creación, y por ello comenzó a hacerse sospechoso de herejía.

También, aunque no fue pro­piamente un naturalista en el sen­tido de consagrarse al estudio de rocas, plantas y animales, hizo sus propias observaciones y a partir de las semejanzas que halló entre el hombre y los simios sostuvo que éstos podrían haber sido nuestros ancestros, aunque no llegó a afir­marlo explícitamente.

Ciertamente, eran ideas muy avanzadas, anticipadas en siglo y medio a la anatomía comparada -la cual estudia las semejanzas y diferencias entre el organismo humano y el de los primates- y en 250 años a la conmoción que Darwin causaría con su teoría de la evolución. Pero chocaban fron­talmente con el dogma católico de la creación del ser humano por Dios y no tardó en comenzar a ser acusado de ateo.

Para tratar de librarse de tan grave cargo, escribió un libro con­tra el ateísmo titulado Amphitheatrum Aeternae Providentiae Divino-Magicum (El anfiteatro divino-mágico de la pro­videncia eterna), que sólo sirvió para empeorar su situación, pues a las autoridades eclesiásticas les pareció en realidad una forma embozada de difundir el ateísmo, ya que los argumentos en contra de esto en la obra eran débiles e incluso ridículos. Escribió entonces un segundo libro, De Admirandis Naturae Reginae Deaeque Mortalium Arcanis (Los maravillosos secretos de la naturaleza, reina y diosa de los mortales), en principio aprobada por los doctores de la Universidad de la Sorbona e impresa con auto­rización de la Iglesia aunque luego se consideró herética.

Entonces Vanini fue encarcelado en Toulouse, sometido a las usua­les torturas, juzgado por la San­ta Inquisición y sentenciado a que se le arrancara la lengua, fuera es­trangulado, se le quemara en la hoguera y sus cenizas arrojadas al viento como era habitual con los herejes. Se dice que antes de ser ejecutado rehusó recibir los auxilios de un sacerdote, subió al patíbulo con dignidad y valentía, y exclamó: «Moriré como un filósofo».